Dicen que el miedo es libre. Y los mismos que defienden este argumento también señalan que, por lo tanto, cada uno coge o toma la cantidad que quiere. Yo no estoy de acuerdo. Al menos, no al completo. Como cantaba aquel que vivió pareciendo no temerle a nada, ni siquiera a la muerte (aunque últimamente le sobraban motivos): Todo depende. No es lo mismo tener miedo al posado en bikini tras el postparto, que la hostilidad a los perros, o el doloroso pánico a la soledad.

El miedo, a diferencia de otras emociones, tiene un importante factor racional (otra cosa es que nos torne en irracionales). Éste se experimenta ante la sensación de amenaza o peligro. Desde el punto de vista biológico, el miedo responde a un proceso de adaptación, un mecanismo de supervivencia y defensa, lo que puede resultar positivo para nuestra especie. Por otro lado, según Freud, el miedo puede ser real, si la intensidad de la emoción se corresponde con la dimensión de la amenaza; mientras que si la respuesta es desmesurada, entonces se habla de miedo neurótico. Pero en ambos casos hay un desencadenante.

En la actualidad, dos corrientes de estudio o pensamiento psicológico se enfrentan por este concepto. El conductismo sostiene que el miedo es algo aprendido. Por el contrario, la psicología profunda mantiene que el miedo está en nuestro inconsciente. Mi opinión, por si sirve de algo, es que aquellos que hablan del miedo como producto de bufet libre, que se sirve al gusto, jamás han sentido ese miedo que te atrapa (a ti) por dentro.

Yo, como casi todos, he experimentado el miedo en sus diferentes versiones. Desde bien pequeña me obsesioné con la oscuridad y los ruidos del fondo del pasillo, donde estaba el baño; obligando a mi hermana, menor que yo pero mucho más valiente, a acompañarme cada vez que necesitaba hacer uso del servicio. Con la adolescencia, estos miedos se fueron disipando y aparecieron otros relacionados con la aceptación social. Miedos que en su mayoría superé cuando los enfrenté, por obligación o voluntad propia. Sin embargo, y aunque esos temores me quitasen el sueño, aún no había sentido el verdadero terror.

Desde la primera vez que mi padre enfermó viví obsesionada con una llamada. Aquella en la que alguien me dijese que había llegado el final. Fueron bastantes años, gracias a Dios, de pánico en silencio mientras lo disfruté; aunque jamás serán suficientes para mí. Me aterraba pensar en esas palabras, en si habría un adiós, en lo lejos que me encontraría€ Y un 16 de marzo, esa llamada llegó. Y todos mis miedos se hicieron realidad. Y aunque «fue tan largo el duelo que al final casi lo confundo con mi hogar», como canta Vetusta Morla, con el tiempo olvidé esa sensación y volví a miedos más prácticos, menos tremendos y más básicos. Hasta que algo, de nuevo, me importó y me incumbió. En el mismo momento en el que el 'Pequeño ratón' nació, ese terror, de nuevo, me atrapó. Lo sentía otra vez en el estómago y en mi respiración. Miedo a todo lo que le pueda pasar pero, por primera vez, también miedo a que yo no esté y lo que pueda ser de él. Vivimos cada día (todos) con nuestra mochila de miedos, pero, sin lugar a dudas; ser madre o padre es también aprender a gestionar ese miedo atávico por proteger a quien más amas.