Hay siempre en el alma humana una pasión por ir a la caza de algo», dijo Charles Dickens. Afán de apropiarnos de lo que está fuera de nosotros, para satisfacer necesidades primarias, nobles instintos o por puro goce estético o deportivo. La caza, en sentido estricto, durante siglos una fuente de sustento para el hombre primitivo, vino luego a convertirse en un oficio o arte aprendido con la experiencia pero también con la lectura de artes venatorias, que instruían sobre las armas, las estrategias del cazador y el catálogo de las futuras presas.

La nobleza consideraba la caza una ocupación noble que, junto a la guerra, dignificaba al caballero, al que Hurtado de Mendoza deseaba ver «ora en la dulce ciencia embebecido, ora en el uso de la ardiente espada y el sentido puesto en seguir la caza levantada». Y otro tanto decía Garcilaso del duque de Alba, al que imaginaba «el monte fatigando? tras los ciervos temerosos». Recuerden, además, que solo sus disparatadas fantasías caballerescas hicieron que el hidalgo Alonso Quijano olvidara «casi de todo punto el ejercicio de la caza».

Pero dejémonos de historias antiguas y vengamos a una caza cargada de dudas y misterios, que requiere un riguroso manual de instrucciones que ustedes pueden aplicarse si deciden practicar este ejercicio. Digamos de entrada que la caza del mangurrino ha de producirse de noche, a ser posible en las frías del invierno, mientras ulula el viento en la arboleda y se oye el grito sombrío de la lechuza, en un atmósfera semejante a la que reinaba en el Monte de las Ánimas, descrita por Bécquer en su leyenda.

Lo más llamativo de la aventura es la propia presa, porque el mangurrino es un animal fabuloso, jamás visto ni oído, cuyo misterio y rareza retrata ya su propio nombre; y al ser, pues, una pieza más nombrada que vista, se encarece la empresa de cazarlo, muchas veces emprendida, pero sin que exista testimonio cierto de su existencia ni retrato, fiel o desvaído, de su fabulosa figura.

Para este proceloso menester, cazadores experimentados y de colmillo un tanto retorcido se harán acompañar de uno o más noveles, cuyo espíritu aventurero estimularán con el cuento de la fama y la ganancia que les supondrá ser los protagonistas de tan arriesgado lance.

La expedición partirá entre las sombras de la noche, con los cazadores provistos de faroles, garrotes y sacos, hasta llegar a alguna cueva o sima, a cuya entrada los novatos, jaleados por sus acompañantes, colocarán el saco bien abierto a la espera del ignoto animal.

Estando en estas, con el saco bien abierto y un cierto temblor en las piernas, todo cazador avezado deberá saber que, como en los caminos que se bifurcan, la aventura solo puede tener dos desenlaces, a cual más inquietante y tremebundo. En un caso, un palo bien dado al farol, provocará la estampida de todos, perdidos en medio de la oscuridad y muertos de miedo, real o fingido. La otra alternativa supone que uno de los expedicionarios proclame que ha cazado el mangurrino y entregue el saco al más novato o crédulo, quien, al regresar derrengado por el peso, descubrirá, entre la rechifla de todos, que está repleto de piedras