Se me está haciendo largo el verano. Lo siento como si llevara sobre mis hombros su pesadez de galaxia, su gravidez de universo que duerme la siesta. Y es que aún no ha acabado este julio que no se parece a ningún julio conocido, un julio con mascarilla y mucho riesgo, incluyendo el de que hoy mismo, acaso mientras se toma un café y tiene la bondad y la paciencia de leerme, ahora mismo, digo, decía, el asteroide 2020ND, que mide ciento setenta metros de alto y viaja a una velocidad de 48.000 kilómetros por hora, choque contra la Tierra y nos mande al otro barrio.

Un verano así, que invita a la prudencia y no a corretear sus noches y sus días, es un verano que se hace muy largo y al final para sobrellevarlo solo puede uno entregarse a la pereza, esa pereza cuyo derecho reclamó un yerno de Marx (de Karl, no de Groucho), un cubano de nombre Paul Lafargue al que casi nadie ha leído, seguramente por pereza.

Así que, por pura pereza (adoro las aliteraciones), he decidido dejar que este verano vírico y asteroideo me rinda, que me venza con sus alarmas y me haga vivir encerrado, sin salir apenas. Y así, buscando una sobredosis de pereza, he puesto un disco de Haroula Rose y la he dejado susurrarme al oído muy despacio, con esa cadencia que sólo tienen las cosas en julio, Simple time.

Se me está haciendo largo el verano, más largo que ninguno, aunque siempre el verano me haya parecido un toro que, echado en mitad del prado, espera la tarde; o quizás porque siempre me ha sabido a uvas maduras, doradas ya; o quizás porque siempre me ha olido a pan resecado por el terral, a tierra apelmazada, a tomates pasados; o porque está siendo como subir una enorme cuesta bajo un sol inclemente, como a un perrillo abandonado en la cuneta, como una alberca vacía. Será por eso que se me está haciendo tan tedioso, tan arduo, tan inacabable. Si yo pudiera lo cambiaría por un verano de antes, uno ya usado y de confianza, uno que no fuera tan largo y tan denso y que no tuviera que vivirlo en este encierro que puede parecer voluntario pero que no lo es, porque incluso cuando salgo a la calle voy encerrado, parapetado tras la máscara, el gel hidroalcohólico, la distancia, el recelo€ y me agoto de pensar que todavía queda agosto y sus interminables semanas.

Pero, como en aquel poema de Alcántara, confieso que ha llegado a preocuparme la manera de ser de las semanas y ya no confío en ellas, ni en el final del verano, ni del encierro, ni del miedo, y confío nada más en esta pereza que acaso sea un salvavidas en mitad de una playa vacía.