Pocas veces se ha visto un personaje como Fernando Simón que, sin ser un político, haya ejercido un papel tan determinante en el comportamiento de toda una nación en una situación tan crítica como la que hemos pasado y de la que aún no hemos salido. En fin, las críticas que se pueden hacer del Gobierno que nos ha tocado soportar en este momento histórico tienen que ver con una espeluznante falta de previsión ante la posibilidad reiteradamente anunciada por la comunidad científica y por la OMS de un estallido como el actual. Como han dicho voces autorizadas, con una mínima parte de lo que se dedica en el presupuesto anual del Estado a prepararse para una guerra (partida con la que estoy plenamente de acuerdo), se hubieran podido paliar las consecuencias de esta crisis sanitaria. Estamos hablando de mascarillas, guantes, aparatos de respiración asistida y espacios hospitalarios convertibles en UCI, no de ingeniería nuclear y equipamiento altamente sofisticado.

Pero a la hora de juzgar definitivamente a las autoridades públicas por tal falta de previsión, hay que tener en cuenta al menos tres circunstancias paliativas: una es que la falta de previsión habría que atribuirla también a Gobiernos anteriores de distinto signo, porque ninguno de ellos tomó las medidas necesarias en su momento; la otra es la bisoñez del Gobierno actual, que se encontró la mayor emergencia sanitaria en un siglo a escasas semanas de tomar posesión; la tercera es que los países de nuestro entorno son culpables del mismo error de previsión y de la falta de reflejos a la hora de tomar decisiones duras con las únicas medidas posibles para atajar una epidemia de este tipo, que consisten en limitar las posibilidades de movimiento de la población y cercenar de raíz los encuentros sociales.

Juicio aparte me merece la meritoria labor de portavoces del ministro Illa y Fernando Simón. Reconozco que es difícil acertar con el tono cuando tienes que dar malas noticias día a día a la ciudadanía, que lo que espera precisamente es lo contrario: aunque sea un atisbo de optimismo y de buenas noticias. Sus ruedas de prensa me recordaban al médico que enarbola los resultados de tus pruebas y que tiene que darte las buenas o las malas noticias.

Esa misma escena repetida varias veces padecí el pasado año con motivo de un ictus que indujo a los médicos a practicarme múltiples pruebas. Por lo visto, el efecto era tan inapreciable que tuvieron que reducir a base de análisis múltiples las posibilidades para certificar el evento y su posible causa. Pero cada vez que iban a comunicarme los resultados, yo intentaba suspender mis miedos más profundos y situarme en un estado que los griegos llamaban epojé, o suspensión de las emociones. Y simultáneamente me rebelaba ante el hecho de que una persona de carne y hueso como yo tuviera el poder de salvarme y condenarme con solo una ristra de palabras pronunciadas en cierto orden. Porque no es lo mismo que te digan «la pruebas concluyen que estás sano como una manzana», que «estás bien jodido y te quedan dos meses de vida». Al fin y al cabo, palabras y más palabras, pero que tienen consecuencias diametralmente distintas.

Una experiencia similar vivíamos cada día durante estos meses todos los españoles al comienzo de la intervención de Fernando Simón dando el parte de guerra con la evolución de la pandemia. Seguro que si se hubiera dedicado al ejercicio médico en una clínica, el tal Simón se hubiera convertido en un profesional muy querido y apreciado por los pacientes. Su tono humilde repleto de armónicos emocionales que reflejaban su empatía con las víctimas de la enfermedad y sus familiares, dibujaban la realidad en un marco general de cierto optimismo voluntarista que parecía querer suplir la falta de buenas noticias con un horizonte futuro en la que la enfermedad se habría disuelto como un azucarillo en una taza de café caliente.

Cuando lo estabas oyendo, notabas que te quería dar buenas noticias y todos, por nuestra parte, quedábamos relativamente satisfechos al final de su intervención porque el mundo que conocíamos no se hubiera acabado de desplomar sobre nuestras cabezas. Por otra parte, el balance de las malas noticias y las perspectivas esperanzadoras daban margen al presidente del Gobierno en su homilía dominical para orquestar un discurso a su conveniencia, en este caso muy simplificado y aprovechando cualquier resquicio para obtener ventajas políticas frente a aliados y opositores al mismo tiempo. Otras cosas sí, pero habilidad y capacidad de regateo no le falta a nuestro ínclito presidente de Gobierno.

Si de alguna cosa hay que acusar a portavoces sanitarios y políticos al mismo tiempo es de un optimismo y 'wishful thinking' que desgraciadamente habrá costado la vida a muchos de nuestros conciudadanos. Si se hubiera optado por ver las cosas negras en vez de rosadas, los responsables de la cosa hubieran adelantado el confinamiento y comprometido antes a las industria española a reconvertirse para la fabricación de material sanitario. Están bien las apuestas a largo plazo para apoyar investigaciones sobre vacunas, pero hubiera estado mejor destinar ese dinero a fabricar material protector para sanitarios y policías. Espero que algún día se explique por qué no se tomaron rápidamente medidas tan obvias.

Pero volviendo al optimismo suicida, los hechos acontecidos estos meses me recuerdan un estudio del departamento de geriatría de una universidad americana que estableció que los ancianos más pesimistas eran los que mayor posibilidad de supervivencia tenían en las residencias en las que se realizó el estudio, años antes de la crisis actual. Los antropólogos evolutivos tienen suficientemente acreditado que el miedo y por ende el pesimismo, que no deja de ser un miedo anticipado, es una herramienta evolutiva que aumenta las posibilidades de supervivencia y por tanto de continuidad de los genes del pesimista a través de su descendencia. Para corroborar este hecho con un caso real y reciente, se cuenta de dos residencias de ancianos en Barcelona tuvieron incidencia cero de Covid 19 porque se aislaron del mundo exterior en pleno, plantilla incluida, en cuanto empezaron a circular noticias de contagios comunitarios. Eso es pesimismo en acción.

Si Simón, con sus cejas pobladas y su proverbial empatía, el ministro Illa y el Gobierno en general hubieran sido un poco más pesimistas, no se hubieran esperado semanas para blindar las residencias de ancianos ni meses en recomendar e incluso obligar el uso de las mascarillas. Hay una frase del Manual del pesimista que me regaló un amigo y que debiera ser de obligatoria lectura para todo gestor de riesgos. Dice así: «Después de tantas tribulaciones, me senté en un banco del parque, miré a mi alrededor y pensé: todo está en orden. A partir de ese momento, todo comenzó a empeorar».