En cierta ocasión una persona respetable y piadosa preguntó a Goethe si éste leía la Biblia con alguna frecuencia, pensando que quizá estaba ante un impío admirador del genio anticristiano de la Antigüedad. El gran poeta respondió no sin ironía que la leía y mucho «pero no como lo hace usted». Lejos de entender únicamente la tradición bíblica como cantera de textos litúrgicos para ritos reglados y cerrados, o como manifestación constante de la voluntad de Dios en un plan finalista para la humanidad, las Escrituras contienen tradiciones literarias. heterogéneas, bellas y fascinantes. Unas, sapienciales; otras filosóficas y morales. Otras, sin embargo, de carácter guerrero. Entraríamos con estas últimas en un violento mundo de traiciones y matanzas sin sentido ni justificación. No nos quedaría más remedio que confirmar un siniestro parentesco entre los israelitas y los nibelungos.

Triste figura es la del pobre Saúl cuando salió al encuentro de Samuel al traer de regreso las asnas de su padre. Bien lejos estaba de suponerse el ungido de Yahvé, para ser más tarde el objeto de su ira y verse desplazado por un jovencito músico lanzador de guijarros. En términos sobrecogedores el libro sagrado nos habla de su degradación personal, su hundimiento en los celos, en la envidia y el odio a sus servidores fieles, como el caso del joven David, y hasta de sus propios hijos. Como rey y como guerrero Saúl no teme a nada, y por eso no vacila en un momento terrible para él en dar un desafortunado paso hacia su degradación como héroe, cuando recurrió a la brujería y consultó con una nigromante en Endor, y entre ambos invocaron a Samuel, hombre santo de Israel. Nada hay de extraño, también Ulises invocó al sabio Tiresias cuando necesitaba respuestas. También Saúl necesitaba respuestas, pero Dios callaba. Yahvé no le respondía ni por sueños, ni por oráculos ni por profetas.

Agobiado finalmente por enemigos de su propia casa y por los tradicionales adversarios filisteos, Saúl implora la muerte a un extranjero amalecita, que se hace intérprete del ruego para después llevar, servilmente, las insignias regias a David, el antiguo siervo y ahora enemigo de Saúl. El segundo rey de Israel pagó con una peculiar concepción del agradecimiento este doble favor ordenando la muerte del mensajero y entonando una sentida elegía en la que recordaba a Saúl y maldecía a las montañas de Gelboé, lugar donde había sido abatido el primer ungido de Yahvé, para que ni lluvia ni rocío cayeran jamás sobe aquellos campos.

La monarquía del segundo ungido tampoco quedó exenta de manchas ni sombras. También peca David, como bien denunció el sabio Natán. Y hay algo de humillante en su fin, pues si Saúl murió en el campo de batalla, el antaño venturoso David muere de puro viejo, hecho una débil caricatura de sí mismo, apenas un desvalido pellejo de carne que tiene frío por las noches, y que sin poder vengarse de los enemigos a quienes había dado palabra de perdonarles la vida, tiene todavía el ánimo de encargar de dicha misión a su hijo Salomón, no ligado con promesa alguna.

Dentro de este mar de sangre, muerte y venganzas de estirpes guerreras, no puede negarse un toque burlón para hacer escarnio de estos ungidos y hasta de sus poderosos enemigos. A la madre de Samuel la confunden con una borracha, los filisteos que roban el arca sufren de extrañas verrugas por todo su cuerpo y sus ídolos caen misteriosamente de tal manera que son felices cuando devuelven el arca que tanto esfuerzo había costado unir al botín; el primer rey de Israel es un conductor de asnas y el segundo un joven imberbe dedicado a la música y a lanzar piedras, que se hace literalmente el loco para huir del rey Aquis, excentricidad que no debió de sorprender tanto a Saúl, que ya había profetizado completamente desnudo frente a Samuel. De nada sirve a Saúl esforzarse y matar a mil , si a su rival le cantan coplas diciendo que ha matado a diez mil. Todo es frustración. Yahvé parece reírse, incluso burlarse, pero luego guarda un temible silencio, los sueños cesan, los profetas enmudecen, los oráculos no devuelven respuesta alguna, y el mundo queda sumido en una pugna de clanes que luchan entre sí, sin piedad, sin cuartel, por una tierra de la que mana tanta sangre como leche y miel.