La calle, antaño llamada arroyo, recogía las aguas pluviales y el agua va de cubos, orinales y bacines arrojada por ventanas y balcones, junto a basuras, fangos y excrementos humanos y de animales que enredaban vuelos de capas y vestidos, ensuciaban los filos de las espadas tajadoras y pringaban zapatos y chapines. Obstáculos que, junto al desfile de caballerías y de carros y carruajes, dejaban al viandante inerme ante el peligro, en medio de la rúa.

Las aceras vinieron a ser paso, atalaya y refugio seguro deleitoso que permitía al viandante apresurado ir de un sitio a otro sin tropiezos y al paseante desocupado entretener sus ocios con el encanto de la conversación o el curioseo de portales y escaparates. Pero, con el tiempo, esas seguras pasarelas han ido acumulando obstáculos y sobresaltos que acechan a quien transita desprevenido por ellas.

El manual de supervivencia del caminante de aceras se compone en principio de las instrucciones sabidas y normales que, por sencillas, no dejan de ser útiles: cuidado con las trampas en forma de desniveles inesperados que ahondan la salida de garajes o las innumerables rampas de acceso de cochecitos de niño, carritos de la compra y vehículos de discapacitados; la proliferación de alcorques con árboles o sin ellos, con protección o faltos de ella, las recias farolas y los innumerables postes de carteles, semáforos y señales de tráfico. Sin olvidar los socavones y baldosines sueltos, que le harán tropezar o bañarse hasta las rodillas de aguas no nada limpias, si no lo hacen los automóviles salpicándole de los charcos de la calzada.

Pero, encima, tenga en cuenta la proliferación de ocupaciones y ocupantes que le obligarán a una competición de supervivencia entre obstáculos a cual más engorroso. Será asediado por jaurías de perros y de dueños de los tales, de todos los tamaños y pelajes, que lo enredarán con correas y cadenas, le ladrarán y le apostrofarán con motivo o sin él, mientras pisa los mojones y huele los orines que deponen de forma descarada y pertinaz.

Se verá acosado, perseguido y finalmente atropellado por vehículos de formas variopintas, sean carritos de inválidos, manuales o dotados de motores sofisticados y dirección asistida, patines, patinetes y otros ingenios de mil formas y maneras, movidos a pie, por inercia o con motor, y sobre todo un enjambre de bicicletas, que en una dirección y en otra, y saltándose las normas de urbanidad y de circulación, le dejarán cercado y encogido, si no atropellado y maltrecho.

Cúidese, finalmente, de esquivar terrazas y chiringuitos empedrados de mesas y sillas y adornados de pantallas y estufas monumentales, toldos y cerramientos, donde una multitud se asienta vociferando a cualquier hora del día o de la noche; sin olvidar el honrado comercio de los manteros, que en cualquier momento y ocasión se extiende por aceras y bulevares como una marabunta desordenada y copiosa.

Tenga en cuenta estas instrucciones, si quiere sobrevivir en medio de la intrincada jungla de la moderna acera. Aunque lo más aconsejable es seguir esta postrera: no salga de su casa, y si lo hace, nunca por la acera.