Las cinco de una tarde calurosa de julio. Llamaron a la puerta de casa, una sola vez, y abrí a porta gayola. Era el cartero con una carta certificada con acuse de recibo. Extrañamente no era una multa, normalmente de esas que antes de poner el pie en el suelo al bajar del coche en zona de residente ya te la han clavado. Tampoco era la petición de pago de un impuesto de los muchos que nos crujen a los que no evadimos ni ocultamos dinero, y ni siquiera cobramos en negro (IBI, IRPF, contribución, catastro, plusvalía?). No venía con membrete de Hacienda, Tráfico, Comunidad Autónoma, Ayuntamiento o del Juzgado, lo más sagrado según Sabina. Se trataba de una carta sin remitente.

La abrí con cautela, solo después de toquetear por fuera por si acaso (secuela de otros malos tiempos), y palpé un cuadradito pequeñito que se escondía en la esquina inferior izquierda del sobre. Anda, una tarjeta SIM de un móvil, a la que acompañaba una nota que dicía: «tarjeta robada (yo diría, más bien hurtada, por eso del léxico jurídico) en un centro comercial». La pinché, la abrí, la cotilleé y averigué que es de mi antigua colaboradora, que era una Mina, que había denunciado su hurto.

Como contiene cosas íntimas o mensajes privados, mejor no se la devuelvo por ahora y así la protejo, porque es una mujer joven. No creo que me llamen machista por eso. Yo que siempre digo otro/otra. Es solo un caso de cariño paternal. O sea, lo que siempre no he proclamado. Ya creo que ha pasado el tiempo suficiente de curiosidad y protección y se la devuelvo. Eso sí, deteriorada, no sea que sufra esa mujer joven.

Acabo de cumplir con mi deber legal, social y de amistad, devolviendo la SIM a su propietaria, cuando a mí me ha parecido oportuno, y sin que ya pueda leerla. Y quien no entienda esto es que dirige un telediario de Antena 3 o va a por mí. Por eso me persono como perjudicado en las diligencias judiciales a la sazón abiertas para averiguar todo sobre la famosa SIM. Claro que llega la autoridad judicial, y me apea de esa condición. Ya veremos cómo acabo procesalmente en las mismas.

Maldita sea, con estos jueces que distinguen entre acusador, acusado, investigado y perjudicado. En realidad me merezco un cargo público de alto nivel. Pero no solo yo, sino también mi esposa, que aunque sea joven, ella sí sabe llevar el ministerio más social que exista, como lo ha demostrado con las residencias de la tercera edad durante el Covid-19. No necesita de mi protección. Además, si fuera preciso, por críticas malintencionadas, tengo a mi favor la jurisprudencia. Concretamente la sentencia del Tribunal Supremo 384/2020 de 1 de julio reciente, que reconoce se vulneró el derecho al honor de un difunto abuelo, por el contenido no veraz de un artículo publicado en prensa, pues prescindiendo de toda información, falsamente decía que había participado en la detención y fusilamiento del marqués de San Fernando y su cuñado.

Por fin, una mano cariñosa me da en el hombro y susurrando me despierta de mi cabezadita, para que pueda dormir mejor por la noche y con la excusa que ya empezaba la serie del belga Poirot. Se lo agradezco profundamente por despertarme de mi pesadilla, donde había llegado a la errónea conclusión que si encuentras algo de alguien, mejor no se lo devuelvo hasta que a mí me de la gana y además se lo deterioro, pero siempre en interés de esa persona.

Menos mal que todo fue un mal sueño. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.