Cuál es tu estación del año favorita? Mis hijas, como todos los adolescentes, suelen hacer ese tipo de preguntas. Te dispones a contestar rápidamente porque conservas el recuerdo de lo fácil que era hacerlo, pero si lo piensas un instante descubres que ya no tienes ni idea. Con el tiempo has perdido algo que era fundamental para elegir con la espontaneidad que da la inocencia. A ellos les extraña que dudes y tú estás a punto de comprobar lo lejos que queda todo y cuánto has cambiado para nada. En cada estación te aguarda un trocito de tu vida que te gustaría conservar. Si te lo preguntaran en cada estación, como de hecho hacen, responderías de forma diferente para elegir la que en ese momento comienza.

«Tú entiendes que debemos vivir el momento, ¿verdad?», dice mi hija. Y a mí me toca la ingrata (¿y falsa?) tarea de recordarle que después deben venir otros igual de maravillosos. A última hora de la tarde el cielo cambia de color y el mar adquiere un tono púrpura que dura solo unos minutos. He tenido la suerte de verlo alguna vez y siempre he pensado que lo volvería a ver. Ese instante de belleza, silenciosa, etérea, surgida de forma inesperada en medio del fulgor de la luz, y por eso más imaginaria que real, es lo que el verano significa para mí. Un lugar donde perderse para reencontrarse en ese momento de esplendor que nos acerca como ninguna otra cosa a lo que somos y a lo que queremos seguir siendo.

A sus 24 años, John Keats inició su viaje de verano con el anhelo de «una vida de sensaciones más que de pensamientos» y el modesto propósito de tomar posesión de la «felicidad en la tierra». Con la mochila a la espalda recorrió los valles y montañas de Escocia acumulando recuerdos para el invierno. Lo mismo que los valles, el mar nos acoge «en el lujo del crepúsculo» para decirnos que todo está bien. Así me gusta pensar en el verano, como un tiempo de sensaciones que nos recuerdan lo cerca que estamos de la belleza, una oportunidad para enviar a paseo al guardián del pensamiento y entregarse al tacto del agua, de la hierba, de la arena. Entregarse al sueño que tuvimos cuando, sin pensar, vivíamos el verano y su belleza.

Así que elijo el verano. Este verano que es todos los veranos. Porque, como escribe Keats, «al ser sorprendido por una vieja melodía -en un lugar delicioso- cantada por una deliciosa voz, ¿nunca has vuelto a sentir las acuciantes especulaciones y conjeturas en el momento en que operaron por primera vez sobre vuestra alma?».