En el invierno de 1913, al despacho del matemático G. H. Hardy en el Trinity College de Cambridge llega una intrigante carta. La remite, desde el otro extremo del imperio británico, Srinivasa Ramanujan, un oficinista del departamento de cuentas del Port Trust Office de Madrás, en la India. En ella expone que ha realizado, de forma autodidacta, una serie de descubrimientos matemáticos relevantes, y solicita la ayuda de Hardy para la verificación de los mismos. A diferencia de sus colegas, que no han prestado atención a las divagaciones de un posible iluminado, Hardy (uno de los principales matemáticos europeos) lee y analiza minuciosamente las 120 fórmulas sin demostración que acompañan al manuscrito. Algunas le resultan familiares; consigue demostrar otras no sin cierta dificultad. Finalmente, ante un grupo de expresiones de una naturaleza completamente desconocida, llega al convencimiento de que «tenían que ser ciertas, porque, si no lo fueran, nadie habría tenido suficiente imaginación para inventarlas».

Persuadido de la categoría de Ramanujan, Hardy lo invita a trasladarse a Inglaterra para continuar con sus investigaciones. Una vez vencidos los prejuicios de casta y establecido en Cambridge con una beca especial, Ramanujan colaborará durante cinco años con Hardy explorando los entresijos del infinito, antes de que la enfermedad que siempre lo ha perseguido acabe prematuramente con su vida, a la edad de 32 años. Privado de una educación académica formal, Ramanujan fue un cometa fulgurante que dejó un legado imborrable en la más pura de las ciencias. Como señaló su amigo y mentor, su obra (de la que el propio autor era incapaz de dar una explicación coherente), «no tiene la simplicidad y la inevitabilidad de las más grandes obras. Podría ser más importante si fuera menos extraña. Pero tiene un don que no puede negársele: una profunda e insuperable originalidad».

No menos abstruso y enigmático, tan original e insignificante como el matemático hindú, solo tres años mayor, es Franz Kafka, judío de Praga. Con paciencia y nocturnidad, durante el tiempo que le deja su trabajo de pasante en una compañía de seguros, este hombre, que suele nadar en el Moldava, que mastica la comida setenta veces antes de ingerirla, ha plantado un jardín literario poblado por fábulas fantásticas, un edén donde brotan flores venenosas (el veneno de un humor muy particular) al borde de senderos que no conducen a ninguna parte. Y ocurre que, después de haber luchado infructuosamente contra la tuberculosis, Kafka decide que, sin su artífice, el jardín carece de sentido, y encarga a su amigo Max Bröd que a su muerte destruya todos sus manuscritos, que borre toda huella de su paso por el mundo. Bröd, el escritor de éxito, decide traicionar a su amigo (una forma de interpretarlo) y se convierte en el albacea de su obra, en su principal divulgador. De modo que edita sus escritos, muchos de ellos inconclusos, para los que inventa títulos, y crea (como en el cuento El cazador Gracchus) textos homogéneos donde solo había fragmentos aislados. El jardín tiene un nuevo jardinero y una nueva disposición. Su autor ha pasado, algo insólito en la historia de la literatura, de perfecto desconocido a ser analizado hasta la extenuación, en un intento tan delirante y vano como el de atrapar un sueño; pero Kafka padece la misma irritante paradoja que el infinito matemático, y a medida que se le persigue y se le reconoce, parece alejarse, como una pregunta cuya respuesta fuera su propio eco.

Pero, en cualquier caso, no son las interioridades (a veces inalcanzables) lo que nos fascina en estas obras, sino algo que late en ellas, la insobornable pasión que las gobierna y las hace inmunes a la vida: «Todo mi ser se centra en la literatura», reconoce un Kafka para quien el inicio de la primera gran contienda mundial apenas merece una lacónica anotación en su diario. Tampoco parece Ramanujan (indiferente a las penurias que acabaron con su vida) haber prestado demasiada atención a las posibles aplicaciones científicas de sus investigaciones. Estas obras, ajenas a su tiempo, permanecen al margen de la ortodoxia académica, pero también de cualquier moda vanguardista. Sus preocupaciones apuntan a otro lado, su mirada se dirige a algo más primitivo, a una etapa infantil de la humanidad donde lo cabalístico (la palabra) y lo pitagórico (el número) crean el mundo representándolo.

Desde su soledad, estos dos ensimismados, oscuros forjadores de símbolos, hallaron algo que no holló mirada humana, algo oculto que, como dice el poeta Hans Transtömer, hay en el centro del bosque: un claro inesperado que solo puede ser descubierto por aquel que se ha perdido.