Viendo y escuchando el homenaje que le dedicaron a los fallecidos por covid-19, pensaba yo que la mayor parte de ellos ha sido gente mayor, seres humanos que estaban en una plaza de residencia pública, a veces conseguida tras permanecer en listas de espera durante años, o en una privada, pagando un ojo de la cara, que los precios de estas solo pueden permitírselos los que disponen de una buena pensión, o de patrimonio importante. En general, los usuarios suelen sentirse bien en estos sitios, tienen una buena atención personal por parte de los profesionales, pueden llevar una vida digna y están bajo la supervisión de sus familiares, hijos y nietos que los visitan o invitan a sus casas, o los sacan a pasear de vez en cuando.

Pero, con la pandemia, muchos, miles de mujeres y hombres mayores han fallecido y, lo peor, solos, sin nadie ni nada de lo que han creado a lo largo de su vida cerca de ellos. La franja media de edad que más ha sufrido se corresponde con personas a las que he conocido, que han vivido cerca de mí. Es gente cuyo nacimiento se puede situar entre 1935 y 1945, por ejemplo, es decir, que contaba entre 75 y 85 años, o algo más o algo menos. Por lo tanto, los hubo que nacieron en plena Guerra Civil, o poco después de que acabara.

Tratemos entonces de establecer un perfil de la vida que estos hombres y mujeres han tenido. En cualquier caso, les pilló la posguerra, y, teniendo en cuenta que en los años cuarenta del siglo pasado el 90% de los españoles era gente con muy poco poder adquisitivo, que se buscaba la vida en oficios, como carpintero, mecánico, electricista, camarero, etc., con sueldos de miseria, y, ay de aquel que protestara, pues entendemos que vivieron con lo justo, los que habían nacido antes de la guerra totalmente marcados por el miedo a las bombas, a las detenciones, a las barbaridades de una guerra civil, entre hermanos, entre vecinos, etcétera.

Y a los nacidos en los cuarenta les tocó vivir lo del racionamiento, los chinches, los piojos, los palmetazos y las bofetadas en el colegio, los pantalones remendados con tela diferente, el tifus, el clero puesto en cumplir y la falta absoluta de libertad en lo ideológico y en todo lo demás. Un paraíso, vamos. (De esto se escaparon unos pocos, esos que podían estudiar porque los padres tenían medios, pero el porcentaje, en los cuarenta y en la mayor parte de los cincuenta, era mínimo).

Casi todas estas personas consiguieron mejorar su nivel de vida. Primero vino el cambio del retrete al váter, y más tarde el pase del barreño puesto al sol para que se calentara el agua del aseo personal -los sábados, normalmente- a disponer de, al menos, una ducha en condiciones. Más tarde, estos hombres y mujeres se casaron y tuvieron hijos a los que muchos sí pudieran proporcionar una educación que los padres no había tenido. Ellos practicaban el pluriempleo, y ellas trabajaban en lo que podían, de dependientas en tiendas, de modistas en sus casas o en un taller. Todos trabajaron duro, pero consiguieron crear una familia con las oportunidades que ellos no habían tenido, y eso les hizo tremendamente felices. Esa era su gran obra, unos hijos e hijas inteligentes, cultos, muchos de ellos con carreras o formaciones regladas que les permitían ganarse la vida. Y les llego el momento de la vejez, de la residencia, y eran felices porque, como dijo Eliot, 'podían pararse y quedarse mirando' lo que habían hecho. Adoraban a sus hijos, estaban locos con sus nietos y algunos habían conocido a sus bisnietos.

Pero les tocó morirse. Solos. Muchos de ellos sin ni siquiera un médico cerca, allí en una habitación cerrada a cal y canto, de la residencia. Dita sea.