Ahora que cielos azules y luminosos, como corresponden a la estación, nos animan a ello, volvamos alegres a levantar castillos de arena. Seamos niños de nuevo bajo los destellos del sol cegador que nos mira, vamos a creernos todos esos halagos y zalamerías que los estafadores ponen en nuestros oídos, porque la cordura y la serenidad duran poco, acortan la vida y aquí nadie las quiere.

Hagamos que crezca una nueva selva de piedra. En nuestra alegre inconsciencia podemos soñar despiertos y pensar que esas pequeñas motas de polvo serán lujosos complejos en primera línea de costa. La construcción sobre arenas que un día fueron blancas, en espacios continuamente despojados de la protección que hubieran dado las leyes, es receta bien conocida. Toda una tradición que nos rescató de las profundidades del atraso y nos llevó a las cimas del progreso.

Bien es verdad que era un progreso muy especial, a base de cementos y gravas. Pero esta es nuestra tierra y siempre hemos hecho con ella cuanto hemos querido. Vendemos la luz, los mares y los bosques y decimos que eran solo nuestros cuando los vendimos. Pusimos a producir campos hasta reventarlos y mancillarlos. Para ello mandamos bien lejos a los agricultores que parecían habitantes de libros de cuentos, y fuimos a buscar gente más técnica, hábil y de espíritu empresarial. Crecer y crecer, marchar siempre adelante. Tener de todo, mejor, más rentable.

Entre tanta felicidad, no puede negarse que a veces nubecillas de preocupación oscurecen el cielo. Lluvias y danas nos hablan de paisajes deteriorados y degradados que sucumben ante las aguas, pero pronto lo olvidamos. Nos gusta olvidar, o más sencillamente, nos gusta ignorar. Somos grandes ignorantes cuando, buscando protección frente a la enfermedad, después de haber estado encerrarnos con nosotros mismos durante meses, jurábamos con poca sinceridad que abandonaríamos vicios y maldades para llevar una vida plena; cuando después de haber contemplado colas del hambre, proclamábamos nuestra intención de pensar solo en lo importante y noble.

Y después, ridículos contumaces, retomábamos el viejo sendero del error, de la nueva y humillante recaída en un mal hábito que creíamos haber dejado atrás. Pero no, hoy y siempre somos los mismos todos los días del mundo. Los amantes del negocio fácil, de los casinos, de naturalezas esquilmadas, del sálvese quien pueda; reyes del ladrillo. Eternos constructores, que preparamos para nuestros hijos una penosa herencia de granos de arena.