No defenderé ciegamente la necesidad anacrónica de las monarquías. Pero en cuanto a utilidad, las funciones de cualquiera de ellas son las mismas que las de una república y aproximadamente igual de caras para el contribuyente, con la gran ventaja de que las monarquías, al basarse en una línea hereditaria de sucesión, evitan que personajes como Pablo Iglesias puedan ser, por ejemplo, jefes de Estado. En el mundo actual hay alguna que otra monarquía constitucional potable y no pocas repúblicas abyectas dominadas por tiranos. El hecho de que un presidente pueda ser elegido en las urnas no nos libra de la abominación, como bien explica la reciente historia universal.

A Juan Carlos I lo han pillado con el carrito del helado. ¿Y a Jordi Pujol no? La filiación monárquica de la que habla Iglesias, empeñado en correr cortinas de humo sobre sus contradicciones políticas, no difiere demasiado de algunos privilegios familiares o de inmunidad que se otorga la Casta que tanto repudió y que ahora engrosa. El hecho de que podamos elegir a un truhán o a un canalla para ejercer las mayores responsabilidades sirve para probar muchas más veces de las deseadas cuánto y de qué manera erramos en la vida. El mayor ejemplo es la Alemania del III Reich y Hitler. Que lo hagamos repetidamente con muchos de nuestros políticos, aquí y allá, demuestra que el sufragio universal incluye el abuso estadístico aunque la democracia sea el menos perverso de los sistemas.

El caso de Juan Carlos I justifica aquella sentencia de Enoch Powell cuando decía que «todas las vidas políticas, a menos que se corten a mitad de camino en una coyuntura feliz, terminan en fracaso». El paso del tiempo ha devastado la memoria del viejo rey. Pero eso no significa que Felipe VI, que hasta ahora no ha hecho más que cumplir con su deber, tenga que cargar con la culpa.

En la historia ha habido monarcas peores y mejores.

No es la cuestión.