Que la vida no es un camino de rosas lo descubres en cuanto tienes la oportunidad de saborear un golpe seco a causa de la muerte de un amigo, un amor no correspondido, un sueño no cumplido o una aventura que se queda en simple acontecimiento anodino. También cuando tratas de explicar los innumerables porqués ante tanta sinrazón y hallas un escenario tan amplio que apenas cabe lugar para una simple explicación que trate de entender lo sucedido. Ni siquiera el empeño desbocado en múltiples lances es suficiente para rebuscar las razones que el corazón es incapaz de revelar por qué las cosas son como son, por qué la vida es como es y morir es algo más que el final de una ruta a un destino desconocido.

Tristeza y felicidad se convierten en origen y destino de un incierto viaje en el que apenas se adivina cuándo comienza uno y finaliza el otro. De ahí que a menudo se haga presente una misma realidad en diferentes manifestaciones. De ahí que exista el error en contraponer ambas emociones, cuando en realidad se trataría de aspirar a encontrar un lugar intermedio en el que la expectativa, de haberla, sería para tropezarse con la plenitud, que es mucho más que la felicidad en sí. Porque hablamos de totalidad, de una experiencia gozosa que está salpimentada de instantes más llenos y, por tanto, también de espacios desolados que componen un cuadro costumbrista de colores y tonos que tratan de condensar buena parte de la realidad.

Alcanzar objetivos, uno detrás de otro, es la meta en la que nos embarcamos a lo largo de la vida. Ya sean los puramente materiales, como aquellos que tienen que ver con los sentimientos placenteros, el reconocimiento y el goce a corto plazo. Durante mucho tiempo viví engañado en esa búsqueda maldita para tratar de saciar el hambre de ese ego nunca colmado de dádivas, presentes y agasajos. Hasta culminar en un estadio en el que se llega a entender esos errores. Es lo que tiene el destino. Que escapa a la lógica comprensión en la que somos educados frente a la genuina sorpresa que mantiene la tensión a lo largo de la vida.

No hace falta que la muerte de un hijo te haga sentir los pies sobre la tierra. Algo parecido a lo que le sucedió a Barry Lyndon en un camino iniciado en la Irlanda de mediados del siglo XVIII en búsqueda de fortuna, al precio que fuera. Stanley Kubrick lo retrató en una genial cinta del año 1975. Aún me vienen a la memoria esas lágrimas que dejé escapar en la oscuridad de la sesión continua de un cine de barrio en el Madrid de los 80. De la felicidad desmedida de la primera parte del filme, en una meteórica carrera de ascenso social para un hijo de la plebe, a la continua sucesión de infortunios que desembocan en la pérdida de lo más querido. Lecciones de todo aquello que tiene que ver con la experiencia de la vida es lo que siempre me ha quedado de esta cuidada historia creada por el genial cineasta. Rememorar la tristeza que me invadió en ese primer momento es la gota que salpica la melancolía en tiempos de incertidumbre.

Experimentar lo mejores y los peores momentos de la existencia completan esa amalgama de biografías que pueblan los rincones del alma. Algo que siempre tiene que ver con las profundidades del ser humano, al margen de las huidas, de las escapadas y de las furtivas advertencias que, a menudo, caen sobre nuestros hombros, merecedoras de una atención que solemos eludir por temor a equivocarnos. La vida es una continua sucesión de eventos clave, algunos de los cuales parecen inevitables. Todo lo que sube, baja. La sorpresa deja de serlo cuando se convierte en una práctica habitual. Lo desconocido acaba por fundirse en una perfecta simbiosis de deseos y anhelos. Y lo que hasta entonces era una meta inalcanzable se convierte en una etapa más de una ruta hacia, quién sabe, ninguna parte. ¿Y qué más da? A estas alturas de la película ya se ha desvelado la trama y quién es el asesino es lo de menos.