Imaginen por un momento que son niños de entre 8 y 13 años y que participan en un concurso escolar titulado «¿Qué es un rey para ti?». ¿Qué dibujarían? La imagen ideal, o más bien idealizada, de un rey es la de alguien poderoso, con autoridad, de firmes valores y convicciones, al que todos respetan y al que muchos rinden pleitesía.

Así suele mostrarse la figura de un rey en la mayor parte de las películas dirigidas a los más pequeños de la casa. Y así imagino yo que lo retratarán en los dibujos y manualidades del citado concurso escolar, que a punto está de alcanzar las cuarenta ediciones divulgando la importancia de la labor de nuestra Jefatura del Estado.

Porque no veo a unos niños dóciles e inocentes dibujando a Su Majestad en un safari en África cazando elefantes. Ni pidiendo perdón como un chiquillo que acabara de cometer una travesura. Ni acompañado cariñosamente de una bella y elegante dama que dista mucho de ser la reina, a la que no le llega ni a la altura de los zapatos. Ni en un paraíso fiscal contando los petrodólares que le ha ‘regalado’ un colega saudí para afianzar los lazos de amistad. La imaginación de los niños es inagotable y hasta sorprendente, pero no veo a esos alumnos aplicados dibujando al rey en ninguna de esas situaciones.

No hay que ser ningún lince en educación para constatar la importancia de los referentes que tienen los niños en su proceso de crecimiento y formación. Padres y familiares cercanos, profesores y formadores en todo tipo de actividades y, en general, cualquier adulto del entorno de un pequeño y de un adolescente tienen una tremenda influencia en el desarrollo personal y moral del mismo. De ahí, la importancia de que el discurso de los progenitores, tutores y docentes vaya acompañado de un comportamiento acorde y coherente con el mensaje. También el comportamiento y el discurso de los personajes públicos, de cualquier ámbito, resulta más que influyente en nuestros niños y jóvenes, diría que hasta en nosotros mismos, como líderes políticos, culturales, deportivos, de opinión… Y de un rey, de un jefe de Estado se espera que sea ejemplar en su conducta, de una moralidad intachable y un adalid de la decencia.

Desgraciadamente, la historia nos ha enseñado que no abundan, precisamente, los reyes dignos de admiración y que la imagen que nos ofrecen las cintas de Disney son propias de un irreal cuento de hadas y duendes. Aunque es de carroñeros lanzarse sobre las miserias de nadie para sacar provecho y cabe señalar que los modelos de Estado, siempre que sean democráticos, no son mejores o peores por sí mismos, los hacen buenos o malos las personas.

La Justicia determinará las responsabilidades de cada cual, pero el espectáculo que se está ofreciendo de la persona a la que creíamos el principal valedor de una España moderna y democrática ahonda en la herida de un país hastiado por la corrupción, incapaz de descolgarse el sambenito de pícaro y que resucita la capacidad de escandalizarse e indignarse que creíamos agotada.

Y ya lo dice el refran: «De aquellos polvos, estos lodos». Llevamos años, quizá décadas, viendo en las pantallas de nuestras casas cómo se pisotean los valores de la decencia, el respeto y el saber estar y hasta tenemos que aguantar que nos digan que el insulto es algo que debemos normalizar. Ese es el ejemplo que realeza, política y muchas otras disciplinas de nuestra sociedad ofrecen a nuestros hijos y nietos. Jóvenes que ante tanta incoherencia, ante tal calamidad y ante la falta de referentes en sus hogares que les marquen y les hagan distinguir lo correcto de lo perjudicial, lo bueno de lo malo, manifiestan su rebeldía natural y su tendencia al desafío retando a las Fuerzas de Seguridad y a todo un país con la convocatoria pública y a pecho descubierto de macrobotellones.

Una invitación a grandes aglomeraciones en el peor momento, inmersos en la mayor crisis sanitaria que se recuerda en mucho tiempo. ¡Y qué les importa a ellos si en este país y en todo el mundo contamos los muertos por decenas de miles! ¡Qué les importa que se multipliquen los rebotes y se vislumbre un nuevo confinamiento! ¡Qué saben ellos ni quieren saber de eso del PIB ni de su prima de riesgo! Eso no les va a impedir a ellos juntarse a atiborrarse de alcohol hasta reventar, por mucho que esté prohibido su consumo en la calle o se hayan dictado unas normas para evitar la propagación del virus más contagioso y letal para la humanidad de los últimos tiempos. Eso solo son chorradas ante una quedada con cientos o hasta miles de colegas.

Afortunadamente, no todos los jóvenes se dejan arramblar por esta oleada de estupidez, desconsideración, irresponsabilidad e insolidaridad, hacia sus propios padres y abuelos los primeros.

Jugando a la ciencia ficción, me permito avanzar que entre los reproches que puedan hacernos a nuestra generación los adultos del mañana destacarán algunas preguntas. ¿Dónde estaba vuestro ejemplo? ¿Dónde estaba vuestra autoridad?

La sociedad, las instituciones públicas o privadas, los colectivos y grupos de edad los formamos personas y tanto la transmisión de valores como la carencia de ellos es tan contagiosa como un virus. Urgen multitud de pacientes cero en todos los ámbitos de nuestra vida que propaguen rebotes del buen hacer, la tan manoseada y maltratada educación, el respeto a los demás sin menospreciarlos ni insultarlos, la decencia como norma de vida. Urge que cuidemos nuestra salud interior tanto o más que la exterior. Nos va la vida en ello, busquemos la cura.