Hay una canción que no puedo evitar escuchar sin llorar. Es una de las tantísimas que mi padre ponía en el coche cuando viajábamos con él de pequeñas. Siempre tuvo un variado y acusado gusto musical. Así que desde muy niñas (mi hermana y yo) ya conocíamos a Chavela Vargas, Luis Eduardo Aute, Los Brincos o Raphael. Pero también escuchábamos canciones de Elvis, The Beatles e incluso los Creedence Clearwater Revival; mientras que la mayoría de nuestros amigos se interesaban por géneros más infantiles.

La música, en cualquier idioma, fue una de sus pasiones y no necesitaba entenderla para emocionarse e, incluso, reproducir la canción a su manera. Tanto es así que su mayor legado ha sido una gran colección de discos de vinilo de todos los estilos e intérpretes y un repertorio aún mayor de cintas de cassette a modo de recopilatorios de grandes éxitos grabadas por él mismo que ha heredado mi sobrino Raúl, junto a un reproductor. Siendo muy pequeño ya llamó su atención, pero algún día, con la edad, descubrirá que recibió de su abuelo un tesoro.

Hace cuatro o cinco años volví a escucharla, después de mucho tiempo. Andábamos (en familia) por un paseo en una playa de Alicante y a lo lejos un músico interpretaba viejas canciones con una guitarra. Raúl, que desde niño siempre se fascinó con la música, se acercó al solista y cuando los demás le seguimos empezamos a oír los primeros acordes.

No fui la única en sorprenderme y emocionarme. Siempre me pareció una melodía tristísima, incluso antes de alcanzar a comprender el dolor que expresaba. Cuando tuve edad de preguntarme por la historia que contaba no dudé en ‘investigar’ para discernir qué significaba aquella melancólica zambra que mi padre escuchaba y tarareaba una y otra vez.

La canción, compuesta por el pianista Ariel Ramírez y el escritor Félix Luna y popularizada por Mercedes Sosa, aunque fue interpretada por innumerables artistas, es un homenaje a la poetisa argentina Alfonsina Storni que se suicidó en 1938 en Mar de Plata saltando al agua desde una escollera. Aunque la ‘copla’ relata una versión un tanto más romántica de su fin en el que la escritora se adentra lentamente en las aguas desde una «blanca arena que lame el mar» para «recostarse arrullada en el canto de las caracolas marinas».

Siempre me pregunté por aquella «angustia que la acompañó» y que precipitó la vida de la poetisa feminista por «caminos de algas y de coral». Es tal el impacto que me causó, desde niña, la detallada recreación de su abandono en el mar que no puedo evitar, una y otra vez, cuando estoy frente a él recordar la escena.

Hace unos días volvía al mar. Era la primera vez que llevábamos al ‘Pequeño ratón’ y nos preguntábamos cuál sería su reacción ante el agua salada y fría, y las olas. Desde luego su historia no fue ni mucho menos tan trágica como en Alfonsina y el mar’. Quedó embelesado por su movimiento, incluso después de que una ola le cubriese por completo mientras jugaba con su papá. Y yo me alegré de estar ahí para podérselo enseñar y de que él algún día también recuerde las cosas que hizo con sus papás, como hay cosas que de los míos jamás podré olvidar.