Una víspera cíclica que se sostiene en su propia levedad siguiendo la misma pauta ciega hasta secarse delata la inconsciente persecución de sí del voraz devorador de paisajes. Pura caligrafía de la inmanencia.

«Permanece en ti mismo, no salgas fuera; en el interior del hombre habita la verdad» La estática búsqueda interior, la exhortación agustiniana a la introspección que transluce el viaje inmóvil, catábasis hacia las regiones más deprimidas del alma, aleph que «es en cierto modo todas las cosas». Frente a la diáspora psíquica, alentada por la expectativa de un destino más transcendente que la simple confesión de haber vivido, a bordo del Winnipeg, rumbo a alguna clase de residencia intermedia, la decidida vocación de exterioridad del sujeto estético, ávido de escenarios fugaces sobre los que representar una errática fábula vital, pálidos episodios de una aventura inconexa: el collage líquido del 'ello' que roe el mundo en su éxodo instintivo, lastrado por cienos íntimos que no le dejan elevarse sobre sí para ser auténtico 'yo'.

Algunos sucumbirán intramuros a la desnudez, amenazada por el ruido cósmico de la era consumista. Otros se hundirán en las horas ácimas del desván, crisálidas furiosas que arrastran los sueños a la blanda profundidad de los relojes en la que se deshacen, componiendo infinitos libros de arena o de desasosiego. Afluencias a la periferia sin descensos a la vivencia; la captación de lo inmediato sin plena conciencia del poder desordenado y perturbador de la esencia, un vértigo incesante de rostros y ternuras triviales, latidos vacíos que se trenzan dotados sólo de una virtud sonámbula, animal, que se desvanece al amanecer.

Todo fluye. El ser como mero devenir sin estables subyacencias. La era de Nietzsche: una raza hiperbórea de esclavos sin noúmena que profesa la moral mínima de la melancolía o el deicidio. Constante adaptación sin rebeldía que imponga áridas renuncias al bienestar. Flotar en una víspera perpetua que se nutre de sí misma hasta vaciarse completamente de sí, víspera ya de nada, la sedación definitiva. Flotar en una penumbra apacible, apenas sesgada por ráfagas de insomnio, sin exponer a la intemperie una tenue identidad. Una súbita conmoción, un haz residual de tiniebla, hasta el siguiente escenario o el nuevo encuentro con el que conjurar la aciaga intimidad con los espejos polvorientos. El suave balanceo de la vida estética sin tiempo para el arraigo o el solsticio frío.

La huida no es viaje alguno. Aquello de lo que se huye nos aguarda siempre en cada destino, lo arrastramos con nosotros, su deformidad se insinúa en cada huella que dejamos al huir, como nos aguardan los monstruos bajo las sábanas en las que pretendemos guarecer toda la infancia derruida (al envolvernos con ellas para escapar de sus acechos en los ángulos siniestros de la habitación, los monstruos están ya allí dentro, esperándonos, las sábanas son su propia guarida).

El viajero inmóvil frente al prófugo. Königsberg frente al archipiélago turbulento, las mil islas del azar y las liturgias huecas del ocio en las que tejer el velo opaco que cubre el lienzo con el rostro desfigurado de Dorian Gray. Catedrales construidas sobre el aire para salvar la imposible distancia a sí de lo que huye de sí mismo o no quiere habitarse, proyectándose sin cesar hacia lo otro, aferrándose tenazmente a lo externo para mitigar una inquietud sin norma. La era del Dasein, el ser arrojado al mundo, configurado como un régimen de entes disponibles que lo arrastran hacia las oscuras orillas de la Estigia, sin nada que oponerles más que la pobre ilusión de haber 'estado'.

Orugas de gravedad casi implosiva frente a livianas mariposas; reptiles subterráneos que excavan pabellones número seis en los que se reparte «comida de locos» a quienes no desean la inmortalidad pero la consideran sólo un instante hasta la llegada de los mujiks, frente a aves nómadas guiadas por las leyes ínfimas del polvo en busca de hangares y nenúfares. Raíz o vuelo, pasión o emoción. Sórdidos apuntes del subsuelo bajo vívidos mapas de arrecifes.

Pascal lo vio. L'esprit de la géométrie y l'esprit de la finesse, el espíritu geométrico de dominios y realidades y el intuitivo de la sutileza eclipsados por el «divertissement» que desvía al hombre de su propia miseria estructural para transcenderse, pero que, al distraerle o aturdirle (¿los cuidados paliativos de la estación de las sombras?), le acerca inadvertidamente a la muerte de la que sólo le separa un desvirtuado 'carpe diem' en oposición, no en comunión, al 'noli foras ire', cribada la pulsión eterna del instante que vislumbrara el poeta. El hombre horizontal, disipativo, de «costumbres muelles y agradables», dominado por «la vanidad, el placer de exhibirse ante los demás, la danza, el instinto secreto por el divertimento».

El círculo se ha roto. La sintaxis difusiva del 'ello' bajo endebles máscaras morfológicas de 'yo' rige la vigilia hueca de los sonámbulos, horas vacías, ingrávidas, sin lágrimas que borrar o ausencias que expiar dentro. El viaje a ninguna parte.