Aquel distribuidor de libros era 'socialista histórico', o así mismo se autodenominaba en aquella época, a caballo entre el tardofranquismo y unos socialismos de distinta fábrica y condición, que pugnaban entre ellos por coger sitio de cara a la inminente normalización política por llegar a nuestro país.

Aquel personaje del que hablo, Miguel Doblado se llamaba, tenía la librería en la Plaza de Santa Ana, de Murcia, pegada a Santo Domingo, en un cuasirincón de la misma. Y desde allí vendía a su clientela, y distribuía a los pueblos de la región, y se jugaba el tipo trayendo de editoriales mexicanas o argentinas títulos y autores aún prohibidos por la censura franquista. Losada en Argentina, Kier en México DF, preveían a lectores liberados en España de libros de León Felipe, García Lorca, Salvador de Madariaga, Miguel Hernández, Jesús Torbado, Aranguren, y tantos otros (también autores extranjeros, claro). Según me contaba, en estricta confidencialidad entonces, naturalmente, algunos les venían disfrazados con tapas de falsas Biblias, catecismos, obras de aquella Formación del Espíritu Nacional u otras admitidas por la censura, y dentro encerraban la literatura prohibida y perseguida, la no autorizada, la auténtica, la cultura verdadera y primigenia, con mayúsculas, la parte del saber y del sabor escondido, el conocimiento secuestrado.

Yo solo era un humilde enlace con algunos lectores. Una especie de correo del zar, un Miguel Strogoff de poca monta y ninguna chicha, pero con lo que se montaba un modesto, si bien eficaz, servicio de reparto de libros. Oficialmente manteníamos nuestra cuenta abierta de clientes en paquetes por correo oficial y facturación normal. Los otros, en una Montesa que me dejaba un amigo, y haciéndome el viaje de ida y vuelta por los Puertos de San Pedro, Sucina, carretera poco frecuentada entonces por aquella Guardia Civil, permitía llegar a puerto seguro los libros que luego pasaban a manos de mis clientes-amigos, más de lo segundo que de lo primero, así como a los lectores avisados. Aún viven algunos de aquellos ávidos espíritus, a los que me une un hermanamiento muy próximo, único, cercano y especial, que podrían aseverarlo. Incluso, en mi primer pueblo de origen, donde entonces vivía aún soltero, en una casa destartalada y sin acabar que se nos dejaba, organizábamos los domingos por la tarde sesiones de lectura de esos y otros libros cuestionados ( La máscara de la carne, de Maxence Van der Meersch, por ejemplo) mientras afuera, la Benemérita rondaba la calle por algún por si acaso, o por algún soplo, que de todo había. Ese, y no otro, fue la primera especie de 'círculo de lectores' que , junto con otros, conocí.

Que el Círculo de Lectores haya muerto por inanición, por falta de lectores, y sin estar prohibidas ninguna de sus lecturas, en comparación y contraposición a lo de entonces, solo tiene sentido en su más profundo sinsentido. Porque supone el más flagrante contrasentido. Cuando no había libertad ni medios ni posibilidades ni facilidades ni nada para adquirir cultura y conocimientos, se luchaba y se arriesgaba por ella, aún clandestinamente. Hoy, que existe esa libertad, medios, facilidades y posibilidades para acceder a ello, lo despreciamos, le escupimos, la ninguneamos, pasamos totalmente de eso. Lamentable.

Pero aún es más lamentable que a esos Miguel Doblado se les niegue su aportación a la historia de la cultura de este país, enterrándolos en el silencio, y no se les reconozca el riesgo que corrieron defendiendo la libertad de esa misma cultura. Es mejor arrinconarlos en los pliegues del tiempo, y más cuando de su figura no pueden aprovecharse ninguna de las ideologías que hoy dicen representar a aquellas otras que fueron barridas junto a estos auténticos, no digo héroes (por lo usado, abusado y subvalorado de esta palabra) pero sí digo guerrilleros, francotiradores, a los que ya nadie recuerda ni nadie ha otorgado el más miserable reconocimiento a su valerosa y valiosa, aunque no valorada, aportación. Cero. Como si no hubieran existido. Ni por parte de ninguna autoridad cultural, ni de su ideología política, ni siquiera por los que nos vimos beneficiados, en alma y en espíritu, por el riesgo que corrió. Solo si aún queda por acá alguno que, como yo, si voy a la capital y paso por allí, miro a lo más recoleto de la plaza de Santa Ana, y recuerdo, me acuerdo, y homenajeo en lo más íntimo, a aquel hombre, en aquella época, por aquellas cosas que pudieron ser, y aquellos casos que se malograron.

Y es que existe el interés político, pero no la sensibilidad política. Por eso dudo mucho, y lo repito tanto, que se conserve la pureza de la ideología política. ¡Qué va! Se conserva la etiqueta, el exterior, las ferias (pose y selfie) del libro, el continente y no el contenido; postureo, clisés y fotos sepia que, de vez en cuando, se sacan para airearse y justificarse, pero de las que escamoteamos los personajes de entonces para no tener que vernos retratados en los sainetes de hoy, incómodamente interpelados por defender (y cobrar de) culturas que son subculturas, porque las de verdad interesan bastante poco. Aquello fue lo que hubo, y esto es lo que hay.