Los hermosos días de palacio han pasado. Lentos pero inexorables pliegan páginas para cerrarse sobre el libro de la Historia sin que la alegría quiera volver a iluminar el rostro del anciano rey, rostro que nadie encuentra. El monarca estaba acostumbrado a que influyentes señores nacionales y extranjeros, personas grandes y pequeñas, poderosas o humildes, se acercaran a besarle la mano, y si la genuflexión hubiera estado vigente en el protocolo hubiéramos visto a empresarios, agentes sociales, políticos estatales y regionales arrodillarse para caer voluntariamente, saciados de dicha, a las plantas de quien durante años fuera la encarnación viva del país, de la unidad; el restaurador de las libertades civiles, un apóstol de la democracia. Su rostro alegre, su expresión directa, algunos dicen que campechana, gozaba de los buenos y sonrosados colores de un legítimo sentimiento de orgullo.

Su imagen y su voz llegaban a todos los hogares a través de los medios de comunicación, y a veces, también en persona cuando el hombre mismo, el rey en carne mortal, mostraba su naturaleza bondadosa, su grandeza de ánimo, su resolución frente a sus súbditos que le admiraban.

Pero de un tiempo a esta parte la jovialidad se ha marchado sin dejar señas. Los disgustos afloran, las malas noticias llegan y aparecen feas acusaciones insinuando cosas impensables que parecen querer manchar la memoria viva de quien se tenía por intachable. No hay jovialidad, pero tampoco solemnidad ni gravedad, solo un muro de silencio y un velo de invisibilidad que caen como una maldición más sobre alguien a quien, marcado y señalado, ya se le hubiera declarado culpable.

Dónde han ido los servicios prestados, los actos de valentía, las jornadas sin fin, las palabras de amor, los besos a los niños que ilusionados competían en concursos de adulación cuando se les preguntaba «¿qué es un rey para ti?». Ahora, se diría, nada parece haber sido nunca verdad; acaso un disimulo tramado durante años, perfeccionado por la práctica, un artificio para ocultar pasiones menos nobles de una vida más villana que heroica.

Quién sabe si las antes habituales noches blancas del banquete, la despreocupación, del placer y la alegre compañía han sido sustituidas ahora por otras noches oscuras para el alma, de soledad, remordimiento, angustia y lágrimas. Un anciano es un anciano, sea cual fuere su condición, y si además es un rey, ¿quién podría penetrar en el augusto secreto de su pena?