Hace unas semanas participé, con mascarilla y manteniendo las distancias, en una pequeña concentración de apoyo al personal sanitario. La reivindicación se extendía a la exigencia de apertura plena del hospital cartagenero del Rosell y, en general, al reforzamiento de una sanidad pública y universal. En un momento dado, alguien, desde un coche, espetó a los allí presente un «¡Viva España!» que sonó mitad imprecación, mitad exabrupto.

Es decir, profirió ese grito por oposición a lo que pedíamos. Contraponía, por tanto, la idea de España a la existencia de un sistema sanitario público robusto que llegue a todo el mundo, capaz de enfrentarse con éxito a una pandemia y, simultáneamente, atender a quien enferme por cualquier razón. Deduje que para esa persona, España no son sus servicios públicos; tampoco, al parecer, un trabajo digno y estable asociado a su funcionamiento. Es, más bien, una emoción, la que podría desprenderse del orgullo que un propietario exhibe ante la finca de su propiedad.

De esa percepción arranca el problema que tenemos con nuestras derechas radicalizadas: la suerte de la mayoría de españoles y españolas les es indiferente. Y lo demuestran cada día con las posiciones políticas que adoptan. En los últimos tiempos, particularmente con su postura respecto de los dineros europeos que podrían canalizarse hacia nuestra maltrecha economía. Como alguien ha dicho en las redes, se está jugando el partido Holanda-España, y el PP va con el equipo extranjero.

Se ha alineado con los llamados países 'frugales', es decir, aquéllos (Países Bajos, Austria, Dinamarca, Suecia) que, en palabras del embajador francés en Madrid, son en realidad un club de tacaños que salen beneficiados de la mera existencia del euro (abarata sus exportaciones) y practican el dumping fiscal (Holanda), mientras niegan el pan y la sal al sur de Europa. Resumiendo: Casado ha ido a Bruselas a boicotear las importantes ayudas que el Fondo Europeo para la Reconstrucción contempla para nuestro país, sin importarle la imagen 'antipatriótica' que ello pueda acarrearle.

Y es que las élites españolas sólo entienden la reconstrucción en un sentido: el que sigue el dinero desde la hacienda pública a la caja de las compañías. Sin ninguna contrapartida por parte de éstas al esfuerzo que hace la sociedad para mantenerlas en pie. Bienvenidos los Ertes, los créditos ICO para facilitar la liquidez de las empresas y otras medidas tendentes a sostener el aparato productivo. Pero nada de derogación de una reforma laboral que ayudaría a elevar los salarios y fortalecer la capacidad negociadora de la gente trabajadora. En absoluto incrementar los impuestos a las rentas empresariales y a las grandes fortunas. Tal es así que el líder de la CEOE, Garamendi, ha llegado a afirmar que las crisis no se financian con impuestos, sino con deuda pública. Es decir, mediante la apropiación por parte de los acreedores privados del fruto del trabajo de las generaciones venideras. Es una posición egoísta, brutalmente insolidaria, que pone de manifiesto el punto álgido al que está llegando la para muchos inexistente lucha de clases.

Así pues, ya sabemos la idea de reconstrucción de España de nuestros patriotas de banderita: dinero a espuertas para los empresarios, pero sin atisbo alguno de contrato social, es decir, de contrapartidas por parte de aquéllos, en forma de salarios y pago de impuestos, en justa correspondencia a la generosidad del Estado. Y esa idea no incluye, obviamente, el fortalecimiento de los servicios públicos. Por dos razones. Primero, porque ello menoscaba el margen de negocio de los buitres que especulan con la sanidad, la educación o las residencias de mayores. Segundo, porque esa mejora entraña, inexorablemente, una reordenación del sistema fiscal en un sentido más progresivo, si es que queremos perpetuar una calidad asistencial propia de un país decente.

Por eso aquella persona del coche increpaba, invocando el nombre de España, a los manifestantes que pedían sanidad pública. Porque en su España no cabe una vida digna para la mayoría trabajadora. Solamente la satisfacción de los dueños del cortijo en que quieren convertir la patria.