Más que hablar lo que habla el hombre,vale estar mudo en la piedra.

Ángel Ganivet

Cuenta Amin Maalouf en León el Africano que los bastetanos se refugiaron en Granada cuando los Reyes Católicos conquistaban el reino nazarí. La ciudad los acogió junto a la ribera del Darro, en la colina que se alza frente a la fortaleza roja, la Alhambra. Así compensaron la pérdida de su hogar con la contemplación de las más hermosas vistas que imaginarse pueden. Llamaron al lugar Albaicín y esa es una de las explicaciones de su nombre.

El Genil y el Darro llevan el agua cantarina en Granada, donde las dimensiones humanas se proyectan en cualquiera de sus plazas, haciendo visibles las teorías de la proporción de los teoremas de Tales, el número áureo o el Modulor de Le Corbusier. Vitruvio, asomándose a la Bib-Rambla por uno de esos recovecos que pliegan el tiempo y el espacio, podría haber descubierto sus ideas de ordenación, composición, simetría, proporción y razón, para escribir De Alchitectura. La ciudad muestra al caminante la euritmia, el ritmo bello; si la arquitectura es la ordenación del espacio, no hay arte sin ritmo, sea gótico, renacentista, barroco; cualquiera de los órdenes y estilos en que se concibe el espacio.

Por todo ello, ir a Granada, aunque sea por razón de trabajo, es siempre un regalo reconfortante. Recorrer las calles y apreciar el contraste con esta Murcia natal, que hace tiempo perdió lo que tuvo en sus manos y no supo guardar: palacios y casas solariegas de grandes señores, baños de arabesca conciencia, parques ribereños y hasta plazas de doble plano en rincones de dominicos recoletos; y, por supuesto, el conjunto palaciego del Rey Lobo con sus jardines y arcadas. Hasta las atenciones que tiene Granada con el turista o los precios de sus servicios están lejos de ciertas pretensiones que no tienen justificación en la ribera del Segura. ¡Qué decir de esa tapa que se ofrece generosa junto a la copa y por el mismo precio!

El edificio de la Audiencia Provincial es un lujo de palacio barroco y, si no fuera por las medidas de la pandemia, hasta lo hubiera sido también informar en su sala de vistas; sin embargo, las peceras de metacrilato, las mascarillas, los micrófonos… la sensación de sumergirse en un acuario hace que también me plantee qué hace que la Justicia siempre aparezca con su venda en los ojos, como si no fuera ya ciega de nación.

Una de las preguntas clásicas que hace el lego al abogado es cómo se puede defender a un acusado sabiendo que es culpable. La respuesta merecería otra pregunta: ¿y cómo se defiende a un inocente? Porque los avatares de la vida que te llevan ante un tribunal no son gratos en absoluto, tampoco para el defensor, que sabe de la aleatoriedad del juicio, una singular rueda de la fortuna. Una acusación puntillosa afila la pluma como si fuera el hacha del verdugo.

Hay argumentos para la defensa que podrían desbaratar su ciega inquina, pero nunca sabes si el tribunal estará atento a tus palabras o si habrá decidido no escucharte esa mañana. Tal vez la imagen de Cicerón sobrevuela por las cuartillas manuscritas haciéndote creer que un buen informe puede despertar de su letargo al oscuro habitante de la cueva. Dura lex, sed lex, es el lema de esa vieja justicia de la espada y la balanza. Si la venda cubre sus ojos, no puede comprobar el equilibrio del fiel de la balanza, como tampoco puede acertar el tajo de la espada. Me cuestiono si apreciará el valor de la oratoria quien alcanzó su magistratura haciendo gala de una memoria repetitiva y cantariega.

El trance para el cliente parece estar escrito en la copla del mejicano Francisco de Asís de Icaza: «Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada». Para él, que se ha visto arrastrado ante el tribunal como si en un alud le hubiera caído encima toda sierra Nevada. La meditación sobre la Justicia guarda relación con esa invidencia provocada, pues no hay peor ciego que el que no quiere ver y la justicia sin alma carece de ambos sustantivos.

Tiene Granada un ritmo que habla en silencio, como para susurrar que toda retórica es vana en su pretensión. Mira a tu alrededor. Todos los que han sido, quedaron en el silencio de las piedras, en la quietud de la tierra, en los aromas húmedos que ascienden del Darro, en el atardecer que incendia los muros rojos de la Alhambra.

Y esos cipreses que se alzan en silencio, como un sueño místico de Granada al cielo, una plegaria de almas que ascienden a la bóveda celeste, ya sea del prístino azul, del incendio cromático del ocaso, o la luz de las estrellas quebrando la oscuridad de la noche.

En el brindis silencioso saludo a las piedras por quien no está conmigo, a los cipreses que eleven nuestra alma, al agua que fluya como sangre, al viento que lleve mi palabra a los oídos que sepan escuchar y el alma se esparza por doquier hasta formar parte de este instante en que tú estás.