En reportaje sobre las maldades del tabaco basado en un artículo de la revista Ciudadano que debió caer en mis manos en casa cuando apenas contaba con 11 o 12 años, fue el primero que publiqué en el periódico escolar del Cardenal Belluga, mi colegio de la mayor parte de la EGB en el Dolores de Alicante de los 70. No era algo novedoso, puesto que ya era habitual que los miércoles cada quince días apareciese una crónica futbolística en La Verdad firmada por un púber Navarro, jr. A mi padre no le gustaba el fútbol y era el corresponsal de la cabecera de ese diario de la Editorial Católica. A su primogénito le tocaba cubrir los partidos de Regional o Preferente. Imagínense la escena en el vestuario arbitral del Campo de Fútbol La Alameda, a la salida de la carretera de San Fulgencio. Un adolescente que aún vestía pantalones cortos pidiéndole al señor colegiado el acta del partido para contrastar que las anotaciones de goles, tarjetas y sustituciones eran las mismas que había anotado en mi libreta, así como las alineaciones del Thader de Rojales, el CD Almoradí, el San Vicente del Raspeig o el Rayo Ibense.

Con 11 años, sí, de eso sí me acuerdo perfectamente, escribí (y publiqué en la revista Noticias Obreras) un poema social al hilo del asesinato a tiros del joven trabajador de 20 años Teófilo del Valle, en Elda, ocurrido el 24 de febrero de 1976, o de la muerte de otros cinco obreros en Vitoria una semana después. En ambos casos, a manos de la entonces Policía Armada y a la salida de una asamblea de trabajadores en huelga celebrada en las iglesias de San Francisco de Sales y San Francisco de Asís, respectivamente. Qué cosas. Sentir esos acontecimientos como algo propio me llevó a expresar en palabras, con lenguaje poético, los sentimientos del momento. Hoy echo de menos ese compromiso eclesial mientras compruebo, porque trabajo muchas veces con ellos, que los herederos de aquellos 'grises' son hoy capaces de empatizar con la realidad democrática y las preocupaciones de la ciudadanía. Caminando voy/ por los pueblos de España, / y veo al pueblo/ que se levanta. Casi nada. Vamos, ¿caminando yo a esa edad?

Ese periodismo valiente y en primera línea de la actualidad que era capaz de trasladar los acontecimientos en plena Transición empezó a calar para que, poco a poco, fuera dirigiendo los pasos hacia ese destino. Contar la historia en el momento en el que ocurriese. Que no tuviera que venir nadie a interpretarla, sino a disfrutar las vidas de la gente, a vibrar con los hechos, con los sucesos, con los acontecimientos. Esas eran, y siguen siendo, las principales motivaciones para optar por esa manera de vivir el presente. Y narrarlo, por supuesto. De mil y una maneras, como lo intentan Walter Mathau y Jack Lemmon en Primera plana, esa cinta de Billy Wilder que refleja lo mejor y lo peor del periodismo: la búsqueda y la defensa de la verdad por encima de todo, y el riesgo de la deformación de los hechos, con aquello de que no dejes que la realidad te estropee una buena noticia. Los personajes de esa comedia los tenemos junto a nosotros. El alcaide corrupto, los guardias serviles, el ingenuo anarquista, la noble prostituta y la tribu periodística capaz de vender a su madre si hace falta por un titular, un pisotón o una primera plana.

A veces siento melancolía por haber tomado una decisión similar a la de Lemmon cuando se marcha por amor a dedicarse al mundo de la publicidad, mientras que Matheu se desvive por sacarle el último aliento del reportero que lleva dentro y se queda en el periódico que los mantiene vivos. Gracias al trabajo que aún siguen muchos Walter Matheus por el mundo el periodismo continúa siendo la voz de la conciencia de quienes no tienen voz y se sirven de otros para trasladarla. Periodistas que cuentan lo que otros tratan de esconder a través de las pantallas de nuestros dispositivos, la que imaginamos con esas crónicas, reportajes o entrevistas que llegan también a nuestros oídos y las que continúan manchando nuestros dedos de tinta. El periodismo no ha muerto. Ni la precariedad, ni el capital podrán con él. Tampoco la mala leche, ni la mala política. Mientras haya periodistas dispuestos a contar historias, y lectores, oyentes o telespectadores prestos a comprometerse y pagar por ese compromiso. Además, siempre estará la literatura para echarle una mano. En primera plana.