Escribo desde la cocina de casa de mis padres en Murcia; llevo aquí unos días desde que por fin bajé a casa desde Madrid. A mitad de la semana pasada empecé a tener vértigo por volver, reencontrarme con mi familia, mis amigos. Tenía sentimientos encontrados; por un lado, echaba la vista atrás y pensaba en los meses de confinamiento en los que les había echado terriblemente de menos, había sufrido por su salud, y me atormentaba pensar que algo les podía suceder. Pensaba en mi hermano y la responsabilidad y presión que ha tenido todo este tiempo, sin trasladármela, tranquilizándome en la distancia, viviendo en silencio la angustia por la delicada salud de nuestros padres. Pensaba en todas esas emociones que durante semanas convivieron conmigo en la buhardilla, y cómo todo ese miedo había pasado. Había llegado el momento del reencuentro y esto también me daba vértigo.

Saqué del armario la maleta roja que me lleva acompañando todos estos años de idas y venidas, metí ropa como para vivir un mes en Murcia, sin olvidar los 'por si acaso', siendo consciente de que al final acabas poniéndote menos de la mitad de la maleta. No negaré que soy de hacerlo todo en el último momento, la noche antes, y tras dejar las maletas preparadas, abrí el frigorífico para ver si dejaba la nevera con demasiada comida que pudiera echarse a perder. Vi unos tomates maduros en el cajón de abajo y se me encendió la bombilla. Mamá tiene disfagia provocada por su demencia por lo que no puede tragar alimentos con facilidad; si hay algo que se consume en casa todo el año es gazpacho, le encanta. Ella lo hacía buenísimo los veranos que pasábamos en Garrucha, así que imaginen lo que a las doce de la noche me puse a preparar, muy a lo peli de Almodóvar, para llevarle a mi madre. Le encanta el que yo hago y me parecía genial inaugurar la temporada en casa con uno de sus gazpachos favoritos, el mío.

Después de la escena muy a lo Carmen Maura en Mujeres al borde de un ataque de nervios, pero sin terroristas chiitas, era hora de dormir unas escasas cinco horas, que curiosamente se pasaron del tirón.

Como suele ser habitual previo a un viaje o una cita importante me puse tres despertadores, porque siempre suelo pensar: «¿Y si me quedo durmiendo y la cago?». Contra todo pronóstico, porque no daba un duro en dormir del tirón, amanecí cuando las tres alarmas sonaron. Una ducha y dos cafés después estaba lista y salía de casa, algo nerviosa pero con tiempo de sobra para no ir como es habitual con la lengua fuera, aunque viva cerca de Atocha y sea cuesta abajo. Tenía tiempo para disfrutar del barrio vacío, Madrid amanecía y estaba preciosa. Mirara donde mirara tenía claro que sabía porqué estaba allí, porqué había elegido ese barrio y quise guardar esa imagen en mi cabeza para cuando los fantasmas de la culpa vinieran a visitarme.

Mientras bajaba la calle Santa Isabel, uno de mis mejores amigos, Enric, me escribía cuando aún no eran las siete y media de la mañana deseándome buen viaje, sabiendo lo que significaba para mí este volver a casa. No tendré vidas suficientes para agradecerle a él y a algunos amigos más el apoyo de estos meses en los que no me han dejado ni un momento a la misma vez que han respetado mis espacios de silencio. Volvía a Atocha después del 8 de marzo, que fue la última vez que estuve en la estación tras pasar el fin de semana en Murcia. Si alguien en ese momento me cuenta todo lo que nos iba a pasar después le habría dicho que en su cabeza sonaba espectacular.

Todo es distinto en la estación, flechas indicando la separación, los que vienen de los que van, mascarillas, controles de seguridad, distanciamiento social, poca gente, cosa que me sorprende, ya que es el primer fin de semana que se puede viajar entre provincias. Tras anunciar el andén, soy la primera al llegar al vagón, me siento en ventanilla, la gente entra con cuentagotas. El año pasado un tren a Murcia en pleno verano iría a reventar duplicando vagones, pero no. Por el momento, todo normal, la gente se sienta escalonada y parece que se siguen las medidas de seguridad y distanciamiento, pero cual es mi sorpresa cuando a mi lado se sienta una chica, que me mira igual de sorprendida que yo, comentando al sentarse que no es por mí, pero que no entiende que vayamos juntas. Menos las personas que viajan acompañadas somos las únicas que compartimos asientos y, bueno, al final acabamos charlando.

Era encantadora, operadora de cámara de Mediaset, me cuenta el fallecimiento de su padre durante esta pesadilla. Está serena, tranquila, me cuenta que su marido es de Murcia y su hijo y él bajaron ayer y van a pasar el fin de semana con sus suegros, pero a ella le tocaba trabajar hasta la noche anterior como durante toda la pandemia. Su conversación me distrae, aunque les confesaré que durante todo el viaje tuve un dolor de estómago tremendo, y me daban unos pinchazos cada media hora, puros nervios.

El tren lleva retraso, qué novedad. Llegamos a Murcia y sin permiso de mi hermano les contaré que estaba esperándome en el andén, nunca hasta ese momento le había visto llorar y tampoco es muy de abrazos; bueno, en casa no son muy de abrazos, a veces me pregunto a quién habré salido. Nos abrazamos y juntos lloramos, en ese momento tuve la confirmación de la tensión y la preocupación que había tenido mi hermano todo este tiempo, en silencio, cuidando de mis padres, su familia y sus hijos. Nos montamos en el coche rumbo a casa y me avisa sobre la salud de mis padres, mamá está estable, pero papá me va a impresionar. Y no se imaginan, por desgracia, la razón que tenía.

Al llegar a casa y ponerme un epi completo, por precaución al ser ambos alto riesgo, entré en el salón, mamá estaba sentada en su sillón, emocionada, pero con miedo de que me acercara; papá, sin mascarilla, me decía «hija, quítate eso, tú estás bien». Sonreí, pero por dentro verle consumido, con veinte kilos menos, barba y desaliñado, era ver la viva imagen del cuidador agotado, y se me partió el alma.

Nunca le perdonaré a este maldito bicho que haya robado tres meses de sus vidas a personas como mis padres, para los que el tiempo juega en su contra. Tres meses en estas circunstancias para ellos han sido como tres años echados encima y lo que eso significa. Desde aquí mi aplauso de las ocho a todos los cuidadores que se han dejado la piel siendo los pies y las manos de personas con dependencia. Ellos también han sido héroes de esta pesadilla.

Ya lo decía Carlos Gardel: «Volver / Con la frente marchita / Las nieves del tiempo/Platearon mi sien /Sentir / Que es un soplo la vida?».