En 1914, el poeta alemán Ernst Lissauer se dejó llevar por el fervor patriótico que recorrió Alemania de punta a punta. En palabras del escritor Stefan Zweig en El mundo de ayer, «nadie conocía la lírica alemana mejor que él, nadie estaba más enamorado y cautivado que él por la lengua alemana: como muchos judíos cuyas familias se habían integrado tarde en la cultura alemana, creía con más fervor en Alemania que el alemán más creyente».

Así, cuando empezó la Primera Guerra Mundial en 1914, Lissauer no tardó en personarse en uno de los cientos de puestos de alistamiento; sin embargo, hombre orondo como era, fue rechazado por el ejército. Buscó entonces otra manera de servir a Alemania, y la encontró en su propio medio de vida: la escritura.

Como en tantas otras ocasiones en las que la pluma escoge un bando, su historia alcanzó la gloria, y también el dolor. El caso de Lissauer es paradigmático.

Imbuido de las opiniones que sembraban los periódicos, Lissauer esculpió a sus enemigos con el mismo cincel que utilizaba el Estado, y pronto expresó sus ardientes sentimientos en un poema, Canto de odio a Inglaterra, en el que prometía a la nación insular el odio acérrimo, eterno, por tierra y por mar, de setenta millones de alemanes. El poema fue también conocido como Himno de odio, acaso una contraparte siniestra del Himno de la Alegría.

Su éxito fue abrumador. A veces creemos que por no existir hace unas décadas las redes sociales, lo viral, no podía correr como la pólvora un rumor, una canción, un poema. El poema de Lissauer fue publicado en periódicos, fue de boca en boca, de tasca en tasca, e incluso los profesores se esforzaron para grabarlo a fuego en las mentes de los alumnos; lo recitaban los soldados, y pronto llegó a los teatros con música y escenificación.

Por supuesto, llegó a los oídos del káiser Guillermo II. El emperador de Alemania, inseguro y errático, pilotaba un Estado que emergía como una potencia económica y militar entre sus viejos primos europeos al tiempo que envidiaba las posesiones coloniales de otras potencias europeas. Era una mezcla explosiva. Guillermo II premió los esfuerzos de ese soldado de la pluma como se merece un combatiente destacado, con la medalla de la Orden del Águila Roja.

El poeta guerrero no cabía en sí de orgullo. Rara vez un poeta se alza entre sus semejantes con la rapidez con la que lo hizo Lissauer. Sus palabras recorrían Alemania enfundadas en las botas de los soldados, no solo gracias a su himno, sino también a otras creaciones que su profusa fiebre patriótica vertió sobre las hojas. Gott strafe England. «Dios castigue a Inglaterra». Ese fue uno de los lemas que salió de su pluma y rubricó el retumbar de los tambores del frente con el beneplácito y entusiasmo militar.

No obstante, si es usual que el éxito de un artista sea transitorio, este se vuelve efímero cuando ese éxito hunde sus cimientos en un sentimiento breve. El fervor de la guerra se fue extinguiendo, enterrado bajo las desgracias del frente. La llama se apagó en los corazones de los alemanes y del resto de europeos, todos sumidos hasta entonces en una espiral nacionalista e imperialista que derivó en una de las mayores catástrofes conocidas hasta el momento.

Al entierro de esos sentimientos acudió el éxito de Lissauer, que veía como preparaban su propia tumba un poco más allá. Todos habían participado del fuego que había alimentado el poema como si se tratase de carbón, todos habían exaltado el odio en un altar majestuoso. Pero fue Lissauer el que firmó esas palabras. Nadie más. Cuando la guerra acabó y no había espacio para esos sentimientos del inicio de la guerra, todos renegaron de esas palabras, y el nombre de Lissander fue apartado. Marginado por el público, por las autoridades y, también, por sus compañeros, sus conocidos. Lissander sufrió lo que sufre cualquier artista reclutado para una causa, cualquier artista que deja de ser útil cuando la causa ya está perdida o ha pasado de largo. Olvidado, ignorado, pasó el resto de sus días consumido por las ascuas de sus escritos de la guerra hasta que el odio ascendió al poder en Alemania y Hitler le desterró.