Desde que comenzó la pandemia nuestros cargos públicos (ojalá aquí el feminismo impusiera el término 'cargas públicas') llevan convenciéndonos de que hemos tenido un comportamiento ejemplar. Que nos hemos confinado más y mejor que nadie, que hemos resistido contra viento y marea, que hemos dado una lección al mundo que jamás olvidará.

Sin menospreciar el ejercicio laudatorio que siempre sube el ánimo aún inmerecidamente, el supuesto comportamiento ejemplar de los ciudadanos que nos quedamos en casa porque sabíamos que si salíamos nos iban a multar con 600 euros por desviarnos diez metros al ir a comprar el pan no parece, al menos a priori, un ejercicio muy loable.

Hemos cumplido las normas y hemos sufrido. Qué duda cabe. Pero lo hemos hecho no por conciencia cívica, que seguramente también; no por responsabilidad colectiva, que aventuro que en la inmensa mayoría de los casos se daba; ni siquiera por respeto a nuestros mayores o vecinos. Lo hemos hecho porque, esta vez sí, el Estado nos estaba coaccionando con sentido para que cumpliéramos nuestro sacrificio para salvarnos a todos.

La primera fase de cumplimiento loable bajo coacción ya la hemos superado. Ya no tenemos a la policía oficial multando ni a la policía de la moral increpando. Hemos pasado a la mayoría de edad de la crisis pandémica, y como tales hemos empezado a ser, esta vez sí, responsables de nuestras acciones y decisiones.

Que los políticos locales, regionales y nacionales lleven semanas diciéndonos lo bien que lo hemos hecho por no arriesgarnos a ser multados es la peor losa que podían habernos dejado. Nos han convencido de que ya hemos hecho ese ejercicio de fuerza de voluntad, que somos capaces y que ahora merecemos disfrutar de nuestra libertad por el esfuerzo. Lo que no nos explican es que lo que hemos hecho hasta ahora, como ejercicio de voluntad individual, tiene el mismo mérito que dejar de fumar un día por estar encerrado en una habitación en la que no hay tabaco: no es cuestión de haber querido hacerlo, es cuestión de no haber podido incumplirlo.

Pero ahora, ya adentrados en ese terrible término de 'nueva normalidad', como fumadores de la libertad tenemos ante nosotros miles de estancos que nos ofrecen todo tipo de productos: fiestas con cientos de personas, playas masificadas, paseítos turísticos sin mascarillas que dan calor o tiendas en las que tocar todos los productos expuestos, no vaya a ser que un jarrón haya dejado de tener textura de jarrón en estos meses.

Ahora que somos libres y tenemos oportunidad real y certera de incumplir, como el fumador que tiene ante sí un paquete de tabaco después de meses sin probarlo, es cuando tenemos que demostrarle al mundo que, esta vez sí, hemos cumplido mejor que nadie, hemos sido tan responsables como el que más y nos hemos sacrificado tanto como los españoles merecían.

A pesar de que nos quieran engañar diciéndonos que ya hemos sido valientes, el momento de ser héroes y aplaudirnos a las 8 en los balcones acaba de llegar: es ahora cuando podemos echarlo todo a perder, cuando tenemos que demostrar que nosotros sí, esta vez sí, sabemos que sufrir en el presente merece el futuro que aún está por venir.