La piedra es un instrumento originario de la especie humana. Nos hemos formado como civilización a base de pedradas. Con ellas hemos echado al vecino de la caverna. Sobre ellas hemos pintado los Bisontes de Altamira. Hemos construido pirámides y el Senado de Roma. Puentes que han acercado países lejanos. Con piedra hemos cimentado los principios de la civilización occidental. Nos hemos defendido de las invasiones bárbaras. Es el elemento de la naturaleza que más nos humaniza. Y el hombre, que es un animal nostálgico de los tiempos paleolíticos, vuelve a ella para no perder nunca el primitivismo que llevamos dentro.

Que a Rocío de Meer le impactara una piedra en la ceja en Sestao no es más que otro paso más hacia la civilización y el humanismo. El ser humano no debe renunciar a la piedra como canal de comunicación. Habrá gente que sienta con alivio que ahora en el País Vasco se lancen piedras contra el oponente. Hasta hace unos años, no tantos para olvidarlo, se prefería el plomo y la dinamita, que es un grado de perfección más elevado en el lenguaje del antifascismo.

Porque la piedra y el antifascismo son creaciones igual de magistrales. Si con la piedra lo hemos hecho todo, bajo el paraguas del término 'antifascismo' cabe todo. Y todo se justifica. Es un descubrimiento sensacional. Stalin era antifascista, y cuando asesinó a cinco millones de ucranianos de hambre (que es la muerte más horrible del mundo, como dijo Kapuscinki) lo hizo en nombre del antifascismo. Una genialidad táctica. Los gulags no eran sino monumentos antifascistas. Sus guardias, fusil en mano, sacerdotes de la nueva palabra. Hiroshima y Nagasaki también fueron fuegos artificiales en honor del antifascismo. El caso era que el fascismo desapareciese de la tierra, aunque a veces los que dicen combatirlo lo echan tanto de menos que sueñan con resucitarlo.

De la misma forma, lo sucedido en el País Vasco durante la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días ha pasado de ser un estado de terror constante a una lucha antifascista. La fórmula del éxito asegurada. Un antifascista nunca puede ser considerado un terrorista, porque el primero lucha por una causa noble. Asesinar a dos guardias civiles de veinticinco años es un mal menor en nombre del antifascismo. Silvia Martínez, de seis años, significa entonces una pequeña desviación de la lucha noble. Estaba en el lugar equivocado cuando el coche explotó en Santa Pola. El pecado original de llevar escrito en el DNI la nacionalidad española.

En los últimos años nos hablan del terrorismo de ETA como una estación de paso de la historia que apenas dejó consecuencias. Unos cuantos jóvenes que se juntaban en los bares de los pueblos vascos y pegaban cuatro tiros al aire. Por suerte, el término antifascista ha llegado para dulcificar los rituales asesinos de una banda que dejó casi mil muertos y cientos de miles de desplazados. La visión que algunos quieren imponer no es la de terroristas sanguinarios, sino la de antifascistas. Elevan sus acciones a una causa justa. ETA aparece como un pequeño bache en una España despiadada. Pareciera que ha sido el antifascismo el que ha forjado el mayor período de democracia que jamás hemos tenido. Ni constitución, ni pactos, ni políticos de uno y otro lado. Nada de nada. El antifascismo con sus múltiples banderas, una nueva cada día. Una causa diferente según sople el viento. Aunque pasase los cuarenta años de dictadura hibernando.

En España quedan alrededor de trescientos casos sin resolver de asesinatos de ETA. Una cifra que puede resultar menor pero que con los años queda como un fósil incrustado en la memoria colectiva de la infamia. Son trescientas personas que murieron por ser españoles. Sin más adjetivos. Trabajadores, mujeres, inmigrantes. Los hay de toda condición. Hubo un tiempo en el que los españoles se levantaban esperando la misma noticia todas las semanas. Solamente cambiaba el escenario y el nombre del muerto, cubierto por una manta en el asfalto.

Nos dicen que aquel odio que promovía ETA ya ha desaparecido. Los 'chavales' de Alsasua no desprendían odio cuando apalearon a dos guardias civiles y a sus novias hace muy poco. ¡Claro que no era odio! Era antifascismo, y como tal, es justificado por miembros del Gobierno de esta España antifascista que selecciona a sus enemigos según sus fobias, pero no por la causa que defienden. Ortega Lara es hoy un perfecto fascista. Arnaldo Otegi, una muleta presupuestaria.

Por eso, cuando una piedra impacta en la ceja de un político en el País Vasco y son expulsados de actos tan democráticos como un mitin electoral, siento pudor ante la lógica de algunas declaraciones, que tildan de provocadores a los que portan altavoz, pero no a los que arrojan la piedra. Ayer fueron Albert Rivera, Álvarez de Toledo, Rosa Díez y hoy es Abascal. Todos dianas del antifascismo juvenil y cosmético que se nos vende como ideología sana. Por eso, cuando uno lee en los medios de comunicación el término 'antifascismo' lo único que puede hacer es cerrar los ojos y sentir que todo está perdido.

Van ganando las piedras, pero no las que construyeron el Parlamento, sino las que aparecen en el suelo tras pasar el camión de la basura.