Decíamos ayer que hay un virus latente en el cristianismo, virus que es capaz de activarse en determinadas circunstancias, como las actuales. Este virus infectó hace siglos la esencia cristiana y hay muchos cristianos incapaces de diferenciar el cristianismo sano del infectado. Es más, el cristianismo al uso, el que vemos reflejado en medios de comunicación o en el discurso habitual de algunos egregios representantes de nuestra fe, el que muchos creen sinceramente profesar, está infectado y hace parecer patológico al sano. El gran filósofo y teólogo francés Paul Ricoeur sentenció hace cincuenta años que el cristianismo, en su lucha contra el gnosticismo se tornó casi gnóstico, por el hecho de utilizar sus mismas armas en el combate. Se trata de un discurso dualista, que establece dos poderes que luchan en este mundo el uno contra el otro, el bien y el mal. El mundo sería el escenario de una lucha titánica entre dos fuerzas similares y opuestas. Los que están del lado del bien son los seres de la luz, los que están del lado del mal son los de las tinieblas. Es una lucha entre dios (en minúscula para no confundirlo con el verdadero) y el diablo. El discurso cristiano infectado establece que los cristianos estamos siendo siempre perseguidos o tentados por las fuerzas del mal. Somos seres del bien y por eso somos perseguidos por esas fuerzas demoníacas que harán todo lo posible por convertirnos al mal o eliminarnos.

Se trata, como digo, de un discurso infectado por el gnosticismo. En términos teológicos, es una herejía del cristianismo y debe ser rechazado por cualquier verdadero cristiano. Pero, ese discurso está normalizado entre la feligresía que tiende a creer que lo que no deja de ser una herejía es la verdadera fe. Sucede como en tiempos del arrianismo, que en amplias zonas del Imperio el cristianismo era arriano y el ortodoxo era considerado la herejía. Quienes difunden este discurso lo hacen movidos por una convicción profunda, pero errónea. Piensan que Cristo fue un enviado divino para luchar contra las fuerzas del mal y que por eso lo mataron. Sostienen que este mundo es mera apariencia, como la carne de Cristo, y que el mundo verdadero está más allá de nuestra humanidad. Opinan que la vida se expresa como una suerte de batalla entre las pulsiones de la carne y el alma redimida por el rito bautismal y que el cristiano debe vivir depurando su alma hasta el día en que la entregue pulcra.

Esto que piensan, sostienen y opinan los así mismos llamados cristianos no es más que la clave de la herejía gnóstica en la que están instalados, lo sepan o no. Si no lo saben habrá que instruirlos; si lo saben, expulsarlos. En todo caso, hay que abjurar como comunidad eclesial de este discurso de forma pública y notoria, porque si presenciamos el discurso y no lo censuramos, somos cómplices del engaño y ayudamos a extender la infección por el corpus eclesial.