La vida es un continuo examen. Es una sucesión de pruebas que cada día hay que superar con el ánimo y el deseo de alcanzar no se sabe muy bien qué lugar en el mundo. En nuestro pequeño mundo. Es una evolución constante a golpe de tentativas frente a las que hay que demostrar un grado de preparación ante lo inexplicable, ante lo desconocido. De ahí que para alcanzar solo ese punto ese partida haya que emplear un elevado nivel de energía que nos deja exhaustos frente a cualquier otra tentativa presente o futura. No obstante, somos capaces de manejarnos a fondo para no dejar pasar la oportunidad de colocarnos en la línea de salida de esa carrera, respirar profundamente, cerrar los ojos y recordarnos mentalmente que aquí estamos porque hemos venido y gritar aquello de ¡pies para qué os quiero!

De niños asimilamos a golpe de pequeñas pruebas que los adultos se empeñan en colocar en el camino para moldear impulsos, deseos y experiencias que nacen sin apenas filtros. La escuela esculpe la capacidad para asimilar conceptos, conocimientos y habilidades, casi siempre académicas y prácticamente nunca sociales con el fin de aprender a gestionar emociones y sentimientos, motores de la vida. Las iglesias, todo aquello que tiene que ver con la parte de las normas morales y del sentido de la vida. La pareja, el modo y manera de no sentir la soledad como elemento del entramado personal, mientras que a la vez se encarga de cumplir una función reproductora que garantice la perpetuación de la especie. El mundo del trabajo, la dimensión económica que permite explotar los recursos en una lógica autodestructiva que lleva a ninguna parte si no se le dota de un sentido del bien común como el motor sobre el que girar las relaciones humanas.

Bien es verdad que hay diferentes tipos de exámenes. Los hay puramente instrumentales, aquellos que sirven para evaluar conocimientos o habilidades prácticas. Otros son mentales, o de aprobación de a quienes otorgamos el poder para seguir deambulando en nuestra vida. Sobre los primeros, miles de familias saben de ellos mientras los sufren estos días con la EBAU, aquella antigua Selectividad ante la que pasábamos noches en vela para acceder a una universidad que sería el camino hacia el mundo adulto. Unas pruebas que son el primer punto y aparte en la ruta para dejar atrás la adolescencia y acceder con plenos derechos a la etapa de la juventud. Quienes se quedan en el camino suman un punto más en la frustración de la pretendida linealidad de su existencia. En cuanto a los segundos, están tan interiorizados que pertenecen a la ruta de comportamientos integrados en la propia existencia. Tanto es así que los echamos de menos cuando no se presentan para poder funcionar con una conducta que no se salga de madre.

No puedo evitar que resuene en este momento esa frase del místico Juan de la Cruz, en sus Dichos de Amor y de Luz, sobre que «a la tarde te examinarán en el amor». Es aquello de que al final de la vida, ese instante sobre el que apenas hablamos pese a su inevitabilidad, habrás podido superar muchas pruebas, muchas evaluaciones, muchos retos y desafíos. Pero si te preguntan qué ha sido lo fundamental que ha te ha movido desde dentro la respuesta ofrecida desde el sentir de tu existencia no tendrás más remedio que reconocer que será lo que hayas sido capaz de amar, de entregar, de dar y darte. Lo demás sirve para poco. Habrás podido alimentarte del reconocimiento, del supuesto éxito profesional, académico o laboral. Pero de qué vale eso si al atardecer de la vida resulta que la calificación del examen sobre el amor no es un aprobado o un progresa adecuadamente. Todo habrá sido en balde. De ahí que el camino de la vida sea una evaluación continua en lo que realmente merece la pena: querer y sentirte querido. Querer y sentirte querida. Lo otro es terreno baldío.