Nataniel Hawthorne es autor de magníficas narraciones breves en las que aflora por igual la conexión con el pasado nacional norteamericano de las generaciones de pioneros, de padres fundadores, y el halo de lo misterioso; historias cubiertas con la dignidad que dan el polvo y la herrumbre del paso del tiempo; frecuentadas por personajes enigmáticos inolvidables, casi espectrales, de un mundo inquietante, desaparecido en la corriente del tiempo. Al margen de los temas más nacionales y románticos cercanos al pasado colonial norteamericano, Hawthorne se muestra más preocupado por la reproducción técnica y la artificialidad, lo que le convierte en un pensador plenamente contemporáneo.

Hay una impronta prometeica en sus personajes, que a veces se manifiesta bajo la forma de una farsa casi grotesca, como en la historia de la creación de un hombre artificial a partir de un espantapájaros por obra de una bruja ( Feathertop). También hacen acto de presencia auténticos científicos, si bien tocados con el halo de lo sobrenatural. Es sin duda el caso de El Artista de la Belleza, pero también resulta idea central en La Marca de Nacimiento, en que el científico es además un artista, pero un artista que trata de corregir con medios artificiales las imperfecciones físicas de la mujer a la que ama (aun a costa de convertirla en una persona modificada artificialmente) logrando un éxito total en su propósito, si bien ocasionando con ello el progresivo debilitamiento y muerte de su paciente poco después del experimento. Los misterios de la naturaleza no se pueden desvelar a cualquier precio y el científico ocasiona la perdición de quien más ama.

Un caso análogo descubrimos en La hija de Rapaccini. Aquí la indagación natural asocia belleza y perfección con muerte e intoxicación. Beatrice es la hermosa hija del científico Rapaccini, hombre conocedor de todos los venenos producidos por la naturaleza. Su jardín es una auténtica plantación del mal, habitado por flores tan funestas y venosas como bellas. La cercanía con las flores ponzoñosas la ha convertido a la joven dama en venenosa. El galán de la historia, un joven aspirante a científico, intenta curar de su envenenamiento a la hermosa Beatrice, pero el antídoto es para ella, paradójicamente, un poderoso veneno.

La fábula prometeica en Hawthorne no acaba bien jamás. En el fondo es imposible reparar artificialmente una naturaleza inclinada a lo material, y así junto con algunos pocos personajes de una bondad celestial, aparecen por doquier clarividentes ejemplos de la mayoritaria tendencia humana a perseverar en el error; pues tanto en hombres como en mujeres aparece perenne el estigma de Caín, la marca de los goces materiales, la envidia, el odio al prójimo y el amor a las riquezas.

Personajes tales pueblan la mesiánica historia de El Gran Rostro de Piedra, así como también aparecen integrando la extraña sesión científica en apariencia (pero mágica y de brujería en realidad) en la que el Dr. Heideggger, recurriendo a las misteriosas aguas de la eterna juventud, permite por unos instantes que personajes decrépitos y malvados recuperen fugazmente su juventud para, por desgracia, volver a repetir sus errores.

Esta triste verdad es conocida por Hawthorne y con igual firmeza la creen sus personajes, ya sea la vieja bruja Mamá Rigby o el delicado artista de la belleza o el poeta que visita el valle donde se levanta el gran rostro de piedra, todos acaban comprendiendo que la defectuosa condición humana es irreparable, que no son los altos ideales los que mueven a la humanidad, sino que la mayoría actúa, con el aplauso general, siguiendo el ansia de placeres y riquezas. Pero hay un hecho más terrible aún, y es que en no pocas ocasiones la mente del científico se encuentra ya contaminada por los deseos más innobles y lejos del bien común cuando no atento solo a su propio beneficio, como reconoce Ethan Brand, un personaje emparentado ciertamente con Fausto, misterioso herrero semejante a un alquimista, persona que ha tratado con divinidades infernales, el cual afirma que el mayor pecado, y el único imperdonable, es el encumbrar la inteligencia técnica por encima de la fraternidad humana y del respeto a lo más sagrado, haciéndola capaz de sacrificar cualquier cosa en el altar de su propio poder.

Nataniel Hawthorne adquiere así la dimensión de un verdadero profeta que anticipó nuestro mundo presido por el triunfo del materialismo, así como por la deificación de la razón técnica y del beneficio material; un mundo creado por el hombre para su propia destrucción. Si todavía hoy nos preguntáramos cuánta razón llevaba el sabio de Salem solo necesitaríamos contemplar el alma podrida, egoísta, banal y despiadada de la pequeña parte de la humanidad que domina el mundo, frente al espantoso destino que aguarda al resto.