Sólo cuando se quitaba la mascarilla disfrutaba de la vieja normalidad. El aire le entraba directo y estremecía todo su ser. Nunca había caído en la cuenta de lo importante que era respirar. Como todas las cosas gratis no valoró el oxígeno hasta que el Covid le obligó a tapar casi todas sus entradas faciales.

También minusvaloraba el pueblo, como los millones de humanos y no humanos que buscan el nido y las alcantarillas de las ciudades. Gracias al virus ahora paseaba en solitario por los campos y calles de un pueblo perdido de Castilla, donde nacieron sus ancestros.

Inspirar en aquellos lares le causaba el mismo efecto que la primera bocanada tras desprenderse de la mascarilla. Sobre la tierra y el pedernal se concentraban todos los sentidos de su niñez y de los interminables días de verano, dobles como sus noches.

A cada paso y esquina, en el transcurrir del segundero y del calendario, sobre la báscula mirando las estrellas y con el tórrido sol sobre su cabeza, barajando en el café de la sobremesa o al fresco de los prados, encontraba la huella de sus padres y de un tiempo recobrado al olor de cada madalena, desayunando y desayunándose.

Inmerso en el teletrabajo, había vuelto a sus orígenes, a las paredes de una casona de adobe, adquirida con el ahorro de muchos años de fábrica en Madrid, donde emigraron sus padres en los 60 junto a otros paisanos, con las maletas bien sujetas con los cordeles de saco.

Años después, el éxodo continuaba despoblando las aldeas hasta que, tras la pandemia, comenzaron a abrirse algunas ventanas. Orgullosos de no haber tenido ningún caso, los lugareños exhibían la hazaña para animar a sus hijos y familiares a volver. Máxime cuando la crisis sanitaria revalorizó las relaciones humanas propias de los pueblos, donde saludar no se considera una intromisión en la intimidad.

Conmigo ya contaban. Mirando a la calle desierta, por donde circulaba algún tractor camino de la siega, combinaba las cifras con los poemas de amor en el teclado.

Antes, había limpiado el patio y el pequeño corral, donde había decidido criar gallinas y conejos. Este mediodía, de hecho, comería sus primeros huevos?

En el ocaso, como en el amanecer, se asomaría a vislumbrar el horizonte, que desde allí siempre aparecía despejado