Los desencuentros políticos y armados entre Portugal y España (ahora somos parte de un mismo reino por casamiento y otrora entramos en guerra para evitar o consolidar la unidad ibérica) se sustanciaron la mayor parte de las veces con la derrota de los portugueses, con un ejército inferior y poco acostumbrados al enfrentamiento militar, hasta que en Aljubarrota se dio una batalla definitiva (la única importante en realidad que ellos ganaron) que les proporcionó el derecho a la independencia por la que tanto han pujado posteriormente sin suerte otros territorios como el País Vasco o Cataluña.

Los hermanos portugueses andan estos días atareados con un rebrote del coronavirus, ese ser minúsculo que está arrebatando la vida a muchos de los más vulnerables y nos jode a todos en cuanto que la afectación económica nos acabará llegando. Una pena, porque estos días estaba dando vueltas a la posibilidad de volver este verano a Portugal, que es como casi turismo nacional aunque sea teóricamente viajar al extranjero.

Tan cercana veía la posibilidad de viajar a Portugal que he contratado algunas clases de portugués, aprovechando una de esas plataformas que te facilitan la selección y contratación de profesores para clases online, en las que se utiliza la misma plataforma o alguna otras de las herramientas de videollamadas que tan de moda se han puesto con motivo del obligado confinamiento para protegernos del coñazovirus en cuestión. De hecho, no solo es el portugués el idioma que estoy refrescando estos meses. También estoy dando clases semanales de catalán (en recuerdo de mis años universitarios en Bellaterra), de francés (que aprendí en mi tierna infancia y olvidé en el curso de mi vida adulta) y de profundización en el inglés, idioma que más cercano tengo cada día mediante lecturas y streaming pero que nunca acabo de manejar con soltura en su versión hablada, para regocijo de mis nietos londinenses.

A pesar de la crisis del virus (cuya primera oleada los portugueses manejaron con mucho mayor éxito que nosotros) Portugal es un país digno de visitar, entre otras cosas porque es como si descubrieras un universo paralelo en una película de ciencia ficción, una versión alterada de lo español que en un punto determinado del tiempo y el espacio tomó una elección (probablemente en Aljubarrota) y evolucionó de forma diferente, al principio levemente y después rápida y ostensiblemente. Ellos forjaron un imperio paralelo al nuestro en América, mucho menor que el nuestro en Asia (nosotros Filipinas y ellos Goa, Macao y Timor Oriental), y mucho mayor que el nuestro en África (nosotros el Marruecos español y Guinea Ecuatorial y ellos nada menos que Angola, Mozambique, Cabo Verde y Sao Tomé i Príncipe).

A partir de la separación definitiva de los reinos, los portugueses se aliaron definitivamente con los ingleses, básicamente para reforzar su independencia de España. Esa alianza dio como fruto dos vinos fuertes (variedad de bebida que permitía a los británicos comerciar en alcohol fermentado y dulce con sus colonias americanas): el Oporto y el vino de Madeira. Por el contrario, los ingleses desarrollaron una sola variedad en España, que es el también famoso vino de Jerez o sherry. La situación de separación y enfrentamiento emocional con nosotros (« de Espanha nem bon vento nem bon casamento») probablemente hizo que el idioma portugués se volviera más oscuro e ininteligible para los españoles. De hecho, cuanto más te alejas de Galicia, menos comprensible resulta el portugués, al extremo de que el portugués de Lisboa parece en ocasiones un lenguaje distinto.

España perdió sus colonias de forma traumática a principios del siglo XIX tras feroces guerras coloniales en las que nos enfrentamos y perdimos con los tataranietos de los colonizadores españoles, mientras que Portugal entregó sus colonias sin resistencia tras haber ganado la guerra a las guerrillas apoyadas por los rusos y cubanos para permitir al Gobierno de la Revolución de los Claveles, plagado de oficiales marxistas, congraciarse con sus amos soviéticos. Ello provocó un éxodo masivo de familias portuguesas (algunas con quinientos años de tradición a sus espaldas) que tuvieron que abandonar sus posesiones y cambiar de vida en cuestión de pocos meses, provocando el fenómeno de los retornados, un millón de almas con difícil acomodo en un país que contaba con apenas siete millones de habitantes en ese momento.

A vueltas con sus imperios de ultramar, españoles y portugueses tuvieron que conformarse con adoptar un papel subsidiario en el curso de la historia contemporánea, superados con creces por los países anglosajones, que tuvieron más inteligencia y las tripas más asentadas a la hora de lidiar con antiguas colonias convertidas en enemigos y después en grandes aliados estratégicos sin apenas solución de continuidad. Lo increíble de la historia de españoles y portugueses es cómo su incapacidad para entenderse entre ellos por si mismos (cuando empecé a viajar a Portugal a finales de los noventa, el personal de los hoteles solo entendían y hablaban francés e inglés, no español), se convirtió en cercanía, facilidades y estrechamiento de relaciones económicas, políticas y culturales con el acceso simultáneo a membresía de la Unión Europea.

Parece mentira, pero tuvimos que esperar siglos a que un maestro de ceremonias ajeno a ambos países celebrara por fin la unión que tantos anhelaron a lo largo de la historia. Porque siempre hubo portugueses favorables al reencuentro definitivo con España para encontrar la fuerza que ambos habían perdido al separarse, menos en número que españoles que deseaban lo mismo, no fuera a confirmarse los temores de nuestros vecinos frente a la invasión de nuestra parte. De hecho, uno de los primeros libros que compré en Portugal se titulaba A invasao, que contaba cómo los bancos y grandes empresas españolas se reunían una vez al mes en un edificio del Paseo de la Castellana con el fin de repartirse el poder en Portugal y controlar su sistema financiero y económico.

Este amor y temor a lo español te lo encontrarás en muchas manifestaciones de la vida portuguesa. Por ejemplo, sigue siendo incomprensible que sea más fácil encontrar vino francés o italiano en sus restaurantes o bodegas que vino de Rioja o de Ribera de Duero. Aunque hay que reconocer que aquí tampoco conocemos sus excelentes variedades del Douro, del Dão o incluso del Alentejo. De Portugal merece la pena casi todo, aunque en el Algarve nos han copiado en parte lo peor del desarrollismo de la costa levantina española. Pero tanto la Costa Vicentina en el Alentejo, como Lisboa en el Centro y todo el norte de Portugal, sobre todo el interior, merecen la pena como joyas inexploradas.

Yo, por mi parte, seguiré con mis clases de portugués hasta que llegue el momento de retornar también a las tierras que tantas y tan entrañables satisfacciones me ha proporcionado en esta vida.