Díaz del Castillo se quedó estupefacto, muchos años después, cuando leyó aquella historia de la batalla de Centla. No había sucedido así ni mucho menos. Su autor, el religioso Francisco López de Gomara, ni siquiera había pisado las Indias y se había atrevido a contar el relato de todo lo que había ocurrido en la conquista de Nueva España. Fue una lucha menor, recuerda, en la que cayeron emboscados unos pocos españoles contra una tribu maya. Ha leído de Gomara que el mismísimo apóstol Santiago y San Pedro, en sendos caballos blancos, bajaron del cielo, espada en mano, y se pusieron a cortar cabezas. Victoria para las tropas de Cortés y asunto arreglado. Pero no fue así. No hubo más intervención que la del hierro de Toledo y la poca pólvora que aún no se había mojado. Es por este motivo que Díaz del Castillo, enfadado por las mentiras que se cuentan desde España, decide contar lo que realmente sucedió.

Tiempo después, su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España ya era una libro leído en las dos orillas del Atlántico. La importancia de la crónica fue mayúscula, pues por primera vez en Europa el ojo del testigo relataba con objetividad lo que había visto. Díaz del Castillo se liberó de la imaginación y la mitología para contar un hecho vivido. A diferencia de los relatos de viajes medievales, donde aparecían gigantes, hombres que escupían fuego o mujeres de dos cabezas, el cronista-soldado adquiere un punto de vista de historiador moderno. Su mano escribe la verdad de los hechos. No es un cuento.Uno de los géneros más maltratados en la historia cultural de nuestro país es el de las crónicas de Indias. A medio camino entre la historia y la literatura, aquellos hombres que atravesaron el océano en cascarones de nueces llevaban en sus bolsillos papel y pluma para catalogar todo lo que veían. Pasaban las mañanas descubriendo, conociendo, guerreando o sobreviviendo a un mundo desconocido y por las noches, a la luz de los mosquitos, escribían todo lo que habían visto. Significa realmente no solo el nacimiento de un género de escritura, sino el testimonio de un nuevo mundo. No porque América no existiese antes de la llegada de los españoles, sino porque lo que hoy es el continente tiene más que ver con aquel 12 de octubre de 1492 que con lo sucedió anteriormente.

En efecto, la primera crónica de Indias fue el diario de a bordo de Colón y sus cartas. En ellas, deja patente su asombro, tras meses de navegación, y compara la forma de la tierra con el pezón de una mujer. Luego llegaron otros testimonios que nos hablan también de un tiempo heroico y miserable. Como los Naufragios de Cabeza de Vaca, único superviviente en las costas de Florida que relató cómo los indios devoraron a sus compañeros. O Fray Bernardino de Sahún, que escribió su crónica en español y náhuatl sobre el México anterior a la llegada de Cortés. O Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, mestizo, que rescató la Historia de la nación Ixtlilxóchitl, para que no cayera el legado de sus antepasados en el olvido. O Gaspar de Carvajal, que junto con Orellana descubrió el río Amazonas. Incluso Ercilla se atrevió a contar la conquista de los Andes en verso, como un poeta del renacimiento, en su Araucana.

También Bartolomé de las Casas, cuya Brevísima relación de la destrucción de las Indias supuso la mayor arma propagandística contra España en manos de las imprentas francesas, inglesas y holandesas. Todas estas crónicas son un potente relato que mezcla la metáfora y la historia. A mitad de camino entre poemas épicos y testimonios veraces, las crónicas de Indias son la Ilíada y la Odisea de América en cuanto a relatos fundacionales. Y como en todos los partos, hubo sangre, injusticias, matanzas y oscuridad.

El peor enemigo de las crónicas de Indias hoy en día es la leyenda negra que padece la historia de España con respecto a la conquista de América. Ahora abrimos el periódico cada mañana y leemos que una estatua de Colón ha sido vandalizada en Nueva York, que fray Junípero es derribado en California. Los bárbaros entraron en Roma y apuntaron a las estatuas sin distinguir más que el pedestal que las sujetaba. Creen hacer justicia con el presente pero solo consiguen ignorar el pasado. La América hispana fue también aquella que fundó su primera Universidad en 1538 en la República Dominicana. Entre los siglos XVI y XVII se fundaron más treinta Universidades, sin contar las de Filipinas. Inglaterra construyó solamente nueve y la mayoría de ellas en el siglo XVIII. Pasear hoy por Quito, Bogotá, México D.F., Chiapas o La Paz es comprobar un mundo dominado por la multiculturalidad, donde aún se conservan lenguas y costumbres anteriores a la llegada de Colón. La América hispana se llenó de imprentas y de bibliotecas también. A los indígenas se les enseñaba el español y tenían acceso a los centros educativos.

No fue la panacea aquel mundo hispánico porque ningún proceso histórico lo es, pero resulta irónico ver imágenes de cientos de universitarios, casi todos blancos, rubios, con apellidos ingleses clamando con ira a favor de la destrucción del legado español.

Pero no se dejen engañar. No es un ajuste de cuentas. Es todo mucho más elemental y destila una ignorancia pestilente. Van contra aquello hispano que pueda haber en Estados Unidos. Y no son votantes de Trump precisamente los que queman con antorchas el rostro de fray Junípero, sino movimientos que se aceptan comúnmente como hijos del progreso y la justicia social.

Si no empezamos a defender el legado español en el mundo es normal que aceptemos como verdaderas las mentiras que otorgan a nuestro pasado. Falta saber qué preferimos leer: o la historia verdadera, a la manera de Díaz del Castillo, o la que cuentan los profanadores de estatuas.