Debería ser un gesto cotidiano dar las gracias. Igual que agradecemos la luz del sol o la comida que nos llevamos a la boca. Igual que adoramos la lumbre o ese momento triste del crepúsculo, debería ser algo así como una ley no escrita dar gracias por haber venido al mundo, por llamarnos Carmen, Berenice o Héctor. Dar gracias por el día que amanece o la tarde que está a punto de morir. Mirarnos las venas y decirnos gracias. Gracias por las Fuentes del Marqués. Gracias por el espectáculo de los glaciares. Gracias por los grillos, las grutas, los pájaros. Gracias por el don del lenguaje. Gracias por el latido rítmico de nuestro corazón. Gracias por los ríos rojos que irrigan la sangre a todos los resquicios de nuestro cuerpo. Gracias por la poesía. Gracias por esas extensiones de tierra a las que llamamos continentes. Gracias por este mes de junio de 2020 que no volverá nunca. Gracias por esta mañana clara que no habrá de repetirse por el resto de la eternidad. Porque la mañana será otra y nosotros seremos otros cuando esta luz se gaste.

A veces, cuando ves una película y te golpea dentro, también te dan ganas de dar gracias. Ves, por ejemplo, Johnny cogió su fusil, y te emocionar observar los estragos que la guerra ha hecho en su cuerpo, verlo ahí, ciego, sordo, mudo, privado de extremidades, con su felicidad amputada, experimentando el último resquicio de una vida en declive, preguntándose dónde está, qué es lo que ha pasado, por qué ha llegado ahí; dándose cuenta de que nadie escucha el grito hueco e insonorizado de su cerebro, la voz de sus entrañas, la conciencia presa de sí misma, el ruido quejumbroso de su respiración, pobre cuerpo de carne, pobre templo de carne, aquel cuerpo del joven con ilusiones que va a luchar a la gran guerra, carne de cañón ahora, vivo pero sin la vida que era suya antes de montarse en ese tren, decir adiós a Kareen y vivir el horror de los rifles y las bombas.

Piensas en John postrado en esa cama, al cuidado de los médicos. Te vienen fotogramas y de las imágenes nace en ti un sentimiento compasivo, una mezcla indisoluble de dolor y consuelo. Piensas que si esto es un hombre, quizá la suya ya no sea una vida sino un experimento al servicio del estado, un ente privado de libertad. Y te da lástima el mundo. Piensas que no hay en el planeta suficientes lágrimas para llorar el dolor de todos los que somos. Para llorar a John mientras Kareen, la enfermera preciosa, le dibuja letras sobre la piel de su pecho, y da forma así a una dimensión ignota del lenguaje. Piensas que fueron muchas, demasiadas, las vidas malogradas. Demasiadas las vidas amputadas por descuido o error. Demasiados los cuerpos pudriéndose en las cunetas. Demasiadas las reses sacrificadas en el matadero. Demasiados los huesos calcinados en las cámaras de gas. Demasiada la sangre de los inocentes. Demasiados los vástagos de Odiseo naufragando en barcos patera. Demasiada la herida purulenta del Mediterráneo. Demasiados los enviados como ovejas entre lobos. Demasiados los dioses en el exilio. Demasiadas las camas en el pabellón de Ifema. Demasiados los trenes medicalizados. Demasiada el agua del diluvio. Demasiados los sacrificios de Isaac. Demasiadas las plagas, las condenas bíblicas, los éxodos. Demasiados los siglos lloviendo la misma lluvia de azufre. Esa lluvia química que cae sobre las ciudades malditas de la tierra y que nunca lavará la herrumbre de nuestros corazones.

Piensas en todo eso y te dan ganas de rezar, decir una plegaria por los vivos y los muertos, por todos nosotros. Y aunque digas palabras, piensas que nunca habrá suficientes tiritas para tanto llanto. Piensas que no es el sueño de la razón el que produce monstruos, sino la realidad al acecho, en la retaguardia, paciente como un francotirador. Y que se cuentan por cientos los tentáculos del odio. Y que son muchas las uvas de la ira. Piensas en el momento en que se apaguen las luces de este teatro triste. Y en la balsa de la Medusa que pintara Géricault.

Y entonces recuerdas esas palabras que Cioran escribió en algún libro: «La primera lágrima de Adán puso la Historia en movimiento». Y qué fue de esa lágrima. Nadie lo sabe. Y sigues leyendo, porque cuando las noticias te inyectan el virus de la idiotez, Cioran es el único y sanador antídoto: «Aquella gota salada, transparente e infinitamente concreta es el primer momento histórico; y el vacío dejado en el corazón de nuestro siniestro antepasado, el primer ideal». Y entonces te acuerdas del suicidio de los ideales, de tantas abdicaciones y renuncias del corazón. Entonces, en esos momentos vivos de lucidez preciosa, esos instantes sublimes en que piensas todo eso, te dan ganas de dar gracias. Imploras esa belleza triste de la luz en declive, el olor del pan, el columpio del parque que te enseñó el balanceo en aquellas tardes azules de tu infancia.

Fuera cantan los pájaros y agradeces el trino musical mientras escribes estas líneas. Piensas que no las has escrito tú. Han sido ellos, los pájaros: su canto les dio el ritmo y la cadencia que merecían. Tú solo has traducido el lenguaje de su canto. Pero de repente los pájaros se callan. Se van. Han emigrado del poste de la luz. De rama en rama vuelan. Y con su silencio todo se desvanece. La vida se remansa. El corazón se queda quieto y no te salen más palabras. Y te quedas pensativo mientras repites las sílabas de la palabra gratitud.