La actualidad es Saturno devorando a sus hijos. La carrera por el futuro es cada vez más vertiginosa, más desmemoriada, y el futuro nunca llega, o llega de golpe, al final, cuando ya no importa. No sé si en ese último instante antes de morir vemos toda nuestra vida pasar como un fugaz recordatorio, pero Mata al Rey acaba temporada, y creo que es buen momento para sujetar al monstruo de la actualidad, echar la vista atrás y recordar un pasado que, a día de hoy, parece que nunca fue, o que fue un sueño. Hagamos memoria. Cada punto y seguido es una semana.

Empezó Mata al Rey en septiembre, en pleno naufragio electoral, con Pedro Sánchez y Pablo Iglesias empeñados en demostrar la imposibilidad del orgasmo simultáneo en la izquierda. Íñigo Errejón daba un salto entonces al vacío de las opciones sensatas y de consenso, en un país que empezaba a bajar ya sin frenos la cuesta de la insensatez y la con frontación. Con Óscar Urralburu, María Giménez y su equipo, que se divorciaban de Unidas Podemos para empezar una nueva vida, sin duda más humilde, pero mucho más feliz. España sacó a Franco por fin del Valle de los Caídos para que ocupara su lugar en la historia; a medio camino entre el mausoleo y la cuneta. Mientras entraban y salían también de su propia tumba los peces del Mar Menor, pobreticos míos. Cataluña seguía echando más leña al fuego de los nacionalismos, centrales y periféricos. Y más allá de Laclau, el populismo realmente existente de la ultraderecha seguía y sigue ganando posiciones; de pronto, los grandes problemas de España son el feminismo, los inmigrantes y el colectivo LGTBI. Nos robaron definitivamente el mes de abril del cajón donde algunos guardabamos el corazón ideológico, junto al 15M, Podemos y tantas otras primaveras políticas. A la velocidad de una nueva realidad líquida, virtual, que se recarga ya siempre en nuestros dispositivos móviles en el Olimpo de los algoritmos.

La Rosalía se marcaba un 'Fuck Vox' como lema de campaña. Mientras Murcia se veía obligada a elegir entre dos ciudades; una que acepta, frente a otra que expulsa, incluso a niños huérfanos. El cambio climático avanza cada día más a un futuro en el que seremos vistos como extraños seres que se suicidaron un poco por pasar el rato.

En un mundo en el que el cementerio marino ha dejado de ser un poema para convertirse en realidad. Y despedimos el año con una cena de Nochebuena en la que sé lo que hicistéis con el último vegano.

2020, quién nos iba a decir entonces, , cuando los Reyes Magos recibían una carta para que se curraran regalos menos sexistas. Y volvíamos de vacaciones deseando salir, con el nuevo gobierno, del desierto de las cosas bonitas. Mientras los de Vox seguían diseñando su increíble lista creciente de gente marcada. Porno o nada; una reflexión sobre la mala educación sexual, se hizo viral en redes sociales. E imaginamos el mismo tema viajando a una distopía en la que el tabú eran las matemáticas en lugar del sexo.

Tímidamente, el coronavirus asomaba a esta columna la primera semana de febrero como una amenaza remota, menos peligrosa que, pongamos por caso, una mayoría de Vox en la Región de Murcia. Desastre que López Miras, haciendo poco honor a su apellido, no parecía capaz de prever, y mucho menos de evitar. El grito «Viva España» sirvió, aunque fuera por una vez, para entender algo; los mecanismos de identificación de la ultraderecha. Mecanismos excluyentes, contra los que vive cada día mucha gente, como aquella adolescente musulmana que reivindicaba su condición de española. La novela: 2666, de Roberto Bolaño, fue un prisma literario para mirar el 8M. Y una semana después la biblioteca de aliados feministas seguía creciendo.

Esa misma semana ya, el coronavirus canceló la realidad. Algunos, pobres ilusos, pensamos que el confinamiento nos iba a ayudar a respirar un aire menos cargado de ideologías. Un confinamiento que daba para una historia de amor. Para una historia de odio. E incluso para pensar que otra Semana Santa y otro Jesucristo son posibles. También España podía haber sido otra cosa sin los cuarenta años de dictadura que algunos parecen añorar. Y Murcia incluso llegó a serlo, durante un breve periodo de tiempo, allá en nuestra cada vez más lejana juventud.

Al final, el confinamiento no solo nos encerró en casa, nos ha acabado metiendo a todos en sacos, cada uno en el suyo, cada vez más incapaces de dialogar con los demás. Las fases de la desescalada humana han sido también las de la escalada climática, de especies en peligro de extinción, de inconsciencia, y seguimos para bingo. Los listos que se saltan las normas resultan ser siempre los demás. Mientras, eso sí, volvemos a los bares, aunque a algunos más que a otros, porque se nos quedan por el camino del coronavirus los locales de precios y costumbres más sencillas y mejores.

En este último mes, Mata al Rey ha servido también para imaginar cómo habría sido España sin coronavirus. Para pensar cómo Netflix redefine la realidad. Para abrazar la lógica desde el feminismo, y viceversa. Y para asistir, tal vez como un penúltimo suspiro del planeta, a la extraordinaria y breve biografía de una camiseta.

Así de rápido va todo. Incluso cuando uno intenta pararse y mirar atrás, el ángel de la historia, del que hablaba Benjamin, empuja siempre hacia adelante, dejando a nuestros pies las ruinas de lo que fue y ni rastro de lo que pudo haber sido.

Cuarenta reyes muertos nos contemplan. He intentado ejecutar cada asesinato como una de las bellas artes. Y por mi parte ha sido un placer. Espero que ustedes hayan disfrutado leyendo la mitad de lo que yo matando. Ahora disfruten el verano. No sabemos qué nos espera después. De momento, aquí dejo este último cadáver. Otro Rey ha muerto. Larga vida al Rey.