La Nueva Normalidad va demasiado deprisa y tengo la sensación de que me estoy quedando atrás. Me había acostumbrado a la monotonía del confinamiento, a su tema único, los monográficos mediáticos, las conversaciones atrapadas en el bucle del coronavirus, y ahora todo se ha acelerado y me siento como si alguien me empujara hacia delante cuando todavía no he decidido qué dirección tomar. Igual tengo algún síndrome, no sé. Se habla del síndrome de la cabaña, también llamado 'locura de pradera' por los problemas psicológicos derivados de enfrentarse a unas difíciles condiciones de vida. Sus síntomas son desasosiego, depresión, soledad, impaciencia y frustración. Un menú aceptable.

No es que tenga miedo a salir de casa, el mundo no me parece más amenazador que antes. Se trata de un desajuste con la realidad. Es como una pesadilla que no se recuerda. Mientras estamos dentro de ella, lo más absurdo se ve como normal y eso hace que al despertar, durante los primeros minutos, justo en el momento en el que podrías recordar el sueño y conservarlo, al permanecer la mente sujeta a las condiciones del sueño, se descarta la pesadilla por intrascendente e inofensiva y la olvidamos, quedándonos únicamente con la inquietante certeza de que no tenía nada de normal, era más bien aterradora, según los parámetros de una persona sana. Probablemente sea un mecanismo de protección, pero a cambio de mantenernos cuerdos nos cierra el acceso a una verdad que podría ser decisiva y que nunca encontraremos.

De la misma forma estamos ahora despertando a la nueva realidad, a punto de culminar ese pequeño intervalo de conciencia alterada que nos permitiría descubrir la verdad de lo que nos ha pasado. No querríamos volver a la pesadilla, pero tampoco deberíamos apartarla como se hace con lo que no se comprende o lo que se sabe invencible. Pero las ganas de olvidar o el miedo a descubrir algo que no nos gusta nos hace huir del instante de locura. La inmediatez y lo banal se imponen con el peso de la normalidad.

La poeta Anne Carson decía en la prensa esta semana que en el tiempo que vivimos se ha perdido la pista de dos cualidades que hacen posible una personalidad civilizada: «la levedad, que permite el humor sin maldad, y la autodisciplina, que da contorno a nuestro desconcierto». Todo es pesado y desaforado: pegajoso lo banal, fugaz lo importante. Si perdemos la pista huiremos de la pesadilla para entrar en otra peor. ¿Hay cura? le preguntan a la poeta. «Prestar atención. Mirar más de cerca. Diseccionar los detalles. Preocuparse» Aceptar que la pradera está ahí delante con la calma engañosa de una pesadilla que, sin embargo, preferimos olvidar.