Hace unos días recibí un mensaje de un antiguo director de una escuela de debate de competición universitaria de América Latina. Uno de esos profesores que ha entendido que el futuro profesional de sus alumnos pasa por saber hacer algo más que estudiar, condición necesaria pero nunca suficiente para triunfar.

El mundo del debate siempre justo e igualitario, y ésa ha sido una de sus enormes ventajas. Ganar o perder un torneo depende del talento de los debatientes, y cómo no de la suerte, la picaresca y, sobre todo, del esfuerzo. Uno podía pasar semanas no haciendo otra cosa que preparar un torneo, y o bien lo ganaba o bien caía en primera ronda. Como en cualquier otro deporte o competición, perder una ronda nunca se achacaba a conspiración judeomasónica pudiendo ser atribuido a la mala suerte o, mejor aún, a que el rival era más talentoso que uno mismo.

Volviendo al comienzo, el mensaje que recibí de este buen profesor me alertaba por si no había visto una página de Instagram de reciente creación en la que a modo del más clásico 'me too' se denunciaban situaciones de acoso en el circuito internacional de competición.

Las acusaciones, esencialmente, partían de chicas que exponían en primera persona cómo en un debate un juez les calificó mal por ser mujeres, cómo siendo jurado sus opiniones no se tuvieron en cuenta por su género, y cómo perderon un torneo porque los jueces eran machistas y no soportaban su talento.

Más allá de las legítimas excepciones de denuncias verdaderamente graves (que deberían presentarse en Fiscalía y no en Instagram, pero ése es otro tema), es desolador el grado de mediocridad al que hemos llegado. Es desolador que una persona prefiera arruinarle la vida a otra acusándola de machista en vez de pensar que quizás, sólo quizás, si perdió un debate fue porque su rival era mejor que ella. Es desolador que en una situación de igual a igual, en la que una persona no es capaz de imponer su opinión, en vez de pensar que no ha argumentado lo suficientemente bien decida que la culpa es de que la han discriminado por ser mujer. Es desolador el grado de patetismo que se alcanza cuando hay gente incapaz de asumir que puede ser que él mismo sea el culpable de sus propios fracasos.

Un mundo hasta ahora tan inmaculado como el del debate de competición ya ha entrado en el victimismo en el que hay que pedir perdón por existir, en el que hay que consolar a los que fracasan y en el que los que ganan tienen que pedir perdón por su excelencia.

La sociedad que estamos viviendo y construyendo, en la que cada vez hay menos valentía y cada vez hay más autovictimización, nos dirige cuesta abajo y sin frenos hacia el peor de los destinos: un mundo en el que será imposible corregir ningún error porque no quedará nadie que se sienta en disposición de asumirlo.

Qué buenos tiempos aquellos en los que fracasábamos por nuestra propia culpa y no pasaba nada. Qué libertad cuando aún nos podíamos permitir reconocer que éramos mediocres a cambio de tener la oportunidad de dejar de serlo.

Cuánto se pierden los demás.