El flâneur con mascarilla en el que me he convertido pasea por la calle a media tarde. Asentados ya en esta 'nueva normalidad', pertenezco al grupo de pesimistas que solamente ven en el oxímoron olvido y cribas en la memoria. No hay mejor forma de tomarle el pulso a una sociedad que contemplar las terrazas de los bares un día cualquiera. El Gobierno se ha estado preparando a conciencia durante todos estos meses. Con la llegada de mayo, ya había preparado un plan de actuación con mil aristas para que el ciudadano pudiese disfrutar de su cervezas y aceitunas como si nada hubiese ocurrido. Solamente ha debido sustituir las servilletas de papel por hidroalcohol.

Lo mismo ha sucedido con el turismo. Este punto es muy importante para la construcción de España, no ya como país serio, sino como colonia alemana. Ahora falta que los españoles nos lo creamos también. No se explica de ninguna manera que un español, pongamos, lleve cuatro meses sin poder ver a sus familiares, porque vive en Almería y sus padres en Murcia, pero unos miles de teutones puedan desembarcar con sonrisa y recibimiento de Estado en el aeropuerto de Palma. Siempre hubo clases. Hasta para el Gobierno que lucha por eliminarlas.

Lo sintomático de los turistas alemanes y los bares es que hay expertos que llevan meses pensando un plan de acción para reactivar esos sectores. ¿Pero qué hay de la educación? He escuchado durante años lamentos y rechinar de dientes porque somos un país de camareros, pero a las primeras de cambio nos esforzamos en limpiar la piscina y servir la cerveza fría, antes, claro, de preguntarnos qué hacer con los niños. Para eso siempre hay tiempo. Total, paga el Estado.

La realidad es que no hay plan para la reapertura escolar. La ministra Celaá amaga medidas con comparecencias que representan en sí mismas nuevos estados de alarma. La penúltima ocurrencia ha sido utilizar espacios que normalmente estén libres de uso. No sé qué institutos ha visitado la ministra de Educación socialista y si ha visto alguno más que el prestigioso Sagrado Corazón al que iban sus hijas, pero la realidad de la mayoría de institutos de España son clases saturadas y desabastecidas. En muchos casos, se han desmontado laboratorios de biología o bibliotecas (aunque ya algunos alumnos se preguntan qué diablos es una biblioteca) para improvisar aulas ordinarias. Pero el otro día fue más allá, afirmando que se podía dar clases en el patio. No sé si el subconsciente le ha jugado una mala pasada o ha sido la ignorancia. Pensará la ministra que el patio de los institutos españoles es un trasunto del de los leones de la Alhambra o el de la Mezquita de Córdoba, con árboles y surtidores de agua. Los patios de los institutos de Murcia o Andalucía superan los cuarenta grados en buena parte de la temporada. Al menos, estaremos un poco más cerca de tomar el sol a la alemana.

Y la pelota se va haciendo más grande. Celaá pasa el problema a las Comunidades, que han demostrado durante la pandemia que son excelentes para pedir dinero al Estado. Pero gestionar es otra cosa. En la mayoría de los casos, los presidentes autonómicos deslizan la responsabilidad de actuación al equipo directivo del centro. Creerán que el director de un instituto es un miembro del comité de expertos de Moncloa. Los que yo he conocido son gente corriente cuya labor no es la de asegurar la integridad física de mil alumnos y cien profesores diariamente. La carga de responsabilidad con la que los políticos endosan el problema a los institutos es denigrante para el cuerpo docente, pero es un disparo retrospectivo. A los políticos les pagamos para solucionar problemas, no para que se los solucionemos nosotros.

Resulta estremecedor recordar aquellas palabras de Celaá, cuando reclamaba para el Estado la paternidad de todos los niños. No hay expresión más patriótica en boca de un socialista desde que empezó la Transición. Al parecer, los hijos se han independizado de golpe y el Estado ya no los reclama. ¿Dónde quedarán todos los niños cuando sus padres se tengan que reincorporar al trabajo? ¿Hay alguien en el ministerio pensando en esto? ¿Se ha planteado la imposibilidad de mantener una distancia de seguridad con alumnos de doce años en aulas más pequeñas que algunos despachos de San Esteban?

Pero nadie hace nada. Los sindicatos educativos estos días se muestran somnolientos. Guardan un silencio apabullante ante la imprevisión de todos los Gobiernos, centrales y autonómicos. Durante la tramitación de la ley Wert inundaron las calles con razón, pancarta y altavoz en mano. Esperemos que la mascarilla les deje repetir ritual, por muy afines que se sientan con este Gobierno polifónico.

No nos engañemos: la educación no le importa a nadie. Y menos a nuestros dirigentes. No se explica sino que durante el estado de alarma se haya aprobado una nueva reforma educativa, construida contra la mitad de España, como todas las de este país, sin contar con los profesores.

Una ley que reduce aún más el mérito académico y el esfuerzo e iguala a los alumnos en la mediocridad. Cuando España aún no sabe el número de gente que va enterrando, el Gobierno nos cuela una ley que permite titular Bachillerato con asignaturas suspensas y que reduce la enseñanza del español en un tercio del país. Con un panorama así, ¿qué más da septiembre? Recurriremos a los abuelos, como siempre. Al menos, quien los tenga a estas alturas.