El cristianismo debería ser una experiencia de vida en la que una comunidad realiza la propuesta de Jesús del Reino de Dios. Esta propuesta, muy lejos de lo que muchos opinan, poco o nada tiene que ver con un gobierno eclesial del mundo. Al contrario, el Reino de Dios es una realidad absolutamente laica. Es más, cuando Jesús lanzó este proyecto vital como modo de vida en la Palestina del siglo I, se oponía con radicalidad tanto a la visión que tenían los sacerdotes del Templo de Jerusalén como la imposición del Imperio romano. En el fondo era una propuesta antiimperial, que quería desgajar la vida de las comunidades de la opresión y la injusticia reinantes. En los hechos y dichos de Jesús, el Reino de Dios tiene la estructura paradójica de una familia sin padre y de un reino sin rey. Las parábolas proponen comparaciones con padres que rompen las estructuras de patronazgo y con reyes ausentes que no rigen los destinos de los pueblos. El Reino de Dios es, en definitiva, una paradoja enorme: un reino sin rey, una familia sin padre, una comunidad sin gobernantes.

Si echamos una mirada a la historia del cristianismo, especialmente a la historia de la Iglesia católica, observamos una pérdida de esa visión originaria del Reino. Pronto, demasiado pronto, el Reino pasó a confundirse con la Iglesia y Ésta mimetizada con el Imperio, al que acabó suplantando tras su debacle histórica.

La teocracia pontificia fue llevada hasta el paroxismo de la declaración de infalibilidad papal, canto del fénix de una realidad ya moribunda. Sin embargo, cuando más débil estaba la Iglesia, surgió una renovación de aquella teocracia. Pensadores ultraconservadores postularon una teocracia más allá de la Iglesia ( Donoso Cortés, Schmitt). De ahí derivaron visiones tan perniciosas como el nazismo o el nacionalcatolicismo. Muertas estas realidades en el cruento siglo XX, han quedado, sin embargo, como virus latente en el corpus eclesial.

De esta forma, cuando se han dado las circunstancias precisas, el virus ha vuelto a infectar la estructura eclesial, desde las instancias más altas hasta al pueblo llano. Se manifiesta en ciertos discursos mitrados que añoran poderes de intervención social que perdieron hace tiempo. Pero también, de manera más virulenta, en las excreciones políticas que amparan discursos populistas y una neta división social entre amigos y enemigos, buenos y malos, indígenas y foráneos. Este virus latente se ha activado en el corpus eclesial, para su eliminación no tenemos aún ni cura efectiva ni vacuna.

Lo único que tenemos a mano es el evangelio de Jesús de Nazaret.