Hace ya la friolera de veinte años que publiqué un artículo en estas mismas páginas (vamos, las de papel) con el título que encabeza estas letras. Todo porque esos días de julio de comienzos del nuevo milenio me parecía exagerado hablar de que en nuestras ciudades se había disparado una alarma social por la presencia indiscriminada en las calles de mendigos, inmigrantes y gente de mal vivir en las calles. Vamos, que estábamos dispuestos a declararle la guerra a todo aquel que no tenga el color de piel como la nuestra, que no vista adecuadamente y que no desprenda la variopinta gama de fragancias con la que nos embadurnamos cada mañana los sobaquillos y las traseras de las orejas. Encima, que lo digamos nosotros, que fuimos los primeros en emocionarnos con aquella copla En tierra extraña de la Piquer y luego popularizada por Manolo Escobar.

Tras el #metoo feminista que revolucionó las calles desde los juzgados en contra de los abusos machistas, desde la Norteamérica anaranjada de Trump nos ha llegado una vez más la denuncia contra el racismo, la xenofobia y los abusos policiales con la muerte de George Floyd el pasado 25 de mayo. Una mecha que ha servido para empezar a detonar esas bombas escondidas en rincones de ese país y del resto del planeta. Incluso hasta llegar a lo vivido en los últimos días en los que muchos han callado para darle el escenario a quienes tienen algo que decir.

Lo del odio al diferente tiene su miga. Nos colocamos los primeros en las encuestas al afirmar que la tolerancia es una de nuestras normas esenciales para la convivencia. La expresión «yo no soy racista, pero...» va siempre por delante cuando expresamos algún tipo de malestar con respecto al que no es igual que nosotros. Ya sea gitano que pone la música a tope, drogadicto en tratamiento de metadona, personas enfermas que acuden a un centro de salud mental, mendigo que nos molesta cuando estamos comiendo unos calamares en cualquier bar, aparcacoches que intenta que encajemos nuestro automóvil en un huequecico libre, distribuidor de pañuelos de papel en un semáforo o moro que se precie de ir en compañía por las aceras. Molesta un montón que nos enturbie la existencia un ejército de miserables que han sido incapaces de entender que España, pese a todo, va bien, que el que no trabaja es porque no quiere y que lo mejor que podría pasar es que se marcharan de aquí, porque incordian la convivencia y el ejercicio de nuestros derechos fundamentales.

Y lo del rechazo al inmigrante aún tiene más miga, porque no es el color ni la nacionalidad lo que importa a la hora de mirar con desprecio al que viene de fuera. A estas alturas ha quedado bien claro que el bolsillo es el criterio fundamental que tenemos en cuenta a la hora del desdén, porque cuando están llenos (o al menos lo aparentan) se abren las puertas como cuando hay corriente. A estos últimos los colmamos de parabienes, los subvencionamos con todo lo subvencionable, les damos la bienvenida, la bienllegada y lo que haga falta. Vamos, que nos ponemos serviles si hace falta. Por el contrario, si tenemos que repartir algo de la escasa tarta que nos ha tocado en esta parte del mundo, ni hablar. Les negamos la vivienda, rechazamos su compañía, los ignoramos cuando hacen papeleos y, si me apuran mostramos el más cruel desapego castigándolos con el látigo de la indiferencia.

Ya de poco sirve recordar que muchos de nosotros somos hijos de la emigración de los 60. Que sabemos algo de esto cuando recuperamos la memoria histórica de lo que tuvieron que pasar muchos progenitores, mientras el régimen franquista alardeaba de que en España no había paro. No es de recibo seguir castigando a los diferentes con la misma medicina que recibimos los murcianos, andaluces o gallegos allende los Pirineos. Sacamos lo peor de nosotros mismos y nos situamos con una soberbia que 'manda huevos'. Incluso compramos el discurso excluyente y aporofóbico de la paguita y del robo de nuestro trabajo. Mientras sigan recogiendo nuestras cosechas y no los veamos, cuidando a nuestros viejos con las migajas que les pagamos y cocinando en los bares o sirviendo las terrazas con la mitad del sueldo en B, el problema no seguirá siendo el color, sino el bolsillo. Y ya me callo. Que hablen ellos.