No recuerdo la primera vez que fui a un museo. Probablemente no era demasiado pequeña; sin embargo, no lo logro recordar. Lo que sí recuerdo es la primera vez que me emocioné en uno. Fue en el Louvre, en París, cuando después de una mañana caminando por la ciudad de la luz entramos en aquel espacio y, tras pasar las 'taquillas', en lo más alto de una escalera (aún mantiene esta ubicación) localicé La Victoria de Samotracia. Para mí era significativo encontrarme con aquella obra que había estudiado meticulosamente poco tiempo antes para la Selectividad. La reconocía, podía hablar de ella e incluso podría haber explicado aquella escultura helenística de bulto redondo a cualquier visitante reproduciendo, casi con exactitud, las palabras de mis apuntes. Después, días más tarde, descubriría que en el de Orsay, que alberga la mayor colección de obras impresionistas del mundo, sería tremendamente feliz. Sin olvidar todas y cada una de mis tardes de domingo en el Prado, cuando vivía en Madrid, frente a las más importantes piezas y autores de la historia de la pintura europea: Rogier van der Weyden, Rembrandt, Leonardo da Vinci, Rafael, Tiziano, El Bosco, Goya, Velázquez, El Greco, Rubens, Murillo€ y tantos otros más. Fue así, y en los museos, como descubrí el efecto que el arte tendría sobre mí.

Tal y como diría Braque, «sólo hay una cosa valiosa en el arte: lo que no puedes explicar». Y, desde luego, no parece poco. Si hace unas semanas escribía sobre la labor de la música como lenguaje universal, las artes plásticas no tienen para mí una función menor. Al igual que me ocurría con ella soy mala intérprete (como mucho alcanzo a dibujar algún dinosaurio para mis sobrinos); sin embargo, sí siento una absoluta debilidad por disfrutar y maravillarme con el talento de otros. Tanto es así que ésta me ha llevado a tratar de estudiar el grado en Historia del Arte en la UNED, con un trabajo, un hijo y otras muchas obligaciones, con la única pretensión de disfrutar de lo aprendido.

Mi experiencia con el arte y con los museos me ha demostrado que es desde la cercanía y el conocimiento como se alcanza esa maravillosa complicidad, capaz de conmover con la simple observación. Durante algún tiempo, los museos fueron espacios elitistas, reservados a los que entendían. Después, se conquistaron por visitantes y turistas que, sin necesidad de un basto conocimiento en la materia, también gustaban de este placer. Sin embargo, aún se entendían como espacios quietos, taciturnos y sombríos. En los últimos años, muchos museos han sido 'tomados' por los niños. Las familias han roto, afortunadamente, con el acostumbrado quietismo. Lejos quedan la pesadez, el sigilo y el recogimiento. Las salas prodigan vida, movimiento, gritos y risas. Y aunque hay a quien molesta esta maravillosa mutación (en su derecho están) para mí nunca tuvieron los museos más sentido, porque ya nadie se asombra como lo hace un niño. Y yo, ahora, desde que soy madre, curioseo e investigo sobre cómo hacer para acercar al museo a nuestro pequeño. Y aunque obviamente es dificultoso explicar El Bosco a un niño sé que hay otras formas de llamar su atención sobre esto.

Aún tengo en la memoria una visita al MUBAM en la que mi amigo y galerista Nacho Ruiz hacía de guía para un nutrido grupo de pequeños. Sentados todos sobre el suelo de su primera planta, evidentemente, no les explicaba el Renacimiento pero jugaba con ellos a buscar frutas, animales y objetos. Y si Mújica Láinez era capaz de dar vida en su novela (Un novelista en el Museo del Prado) a un museo entero animando al ángel de La Anunciación de Fra Angelico y hasta al Caballero de la mano en el pecho ¿no seremos los papás capaces de inventar algunos cuentos más sencillos para ellos que los vayan acercando, desde su curiosidad infantil, a la asombrosa inmensidad que habita en los museos?