La revista Newsweek el 22 de agosto de 2011 refiere un incidente protagonizado por el escritor ruso Zajar Prilepin en un congreso literario, cuando éste respondió con acritud a las críticas por la intervención rusa en Chechenia. No sorprende tan airada reacción, pues el propio Prilepin fue veterano de guerra además de activista político vinculado a círculos nacionalistas de izquierda, opositores al Gobierno de Vladimir Putin. De sus preocupaciones políticas da testimonio una de sus obras más notables, Sankia, crónica sangrienta (y de claras conexiones con La Madre, de Máximo Gorki) de la violenta lucha callejera contra un Gobierno despótico y corrupto.

Su posterior obra, Pecado, fue considerada por cierto sector de la crítica como el libro más importante de la primera década del siglo XXI en Rusia. Testigo clarividente de una época de cambios dramáticos y radicales es un autor tan descarnado como la realidad que describe a través de vivencias autobiográficas. En su obra Patologías (publicada en Moscú el año 2005 y en España siete años después), narra la vida de una unidad rusa en Grozni y de uno de sus soldados llamado Yegor Tashevski, alter ego del propio Prilepin. Las atrocidades de la guerra en Chechenia son conocidas a través de las crónicas de la escritora, periodista y mártir de la libertad Anna Politovkskya ( Una guerra sucia). Patologías ofrece, por su parte, una perspectiva menos esperanzadora del mismo escenario.

Grozny es prácticamente una ciudad fantasma patrullada por tropas rusas durante el día y hostigada durante la noche por irregulares chechenos. El miedo obsesivo es el elemento primordial en esta historia, causa y motor de todo lo malo, de la crueldad gratuita, la matanza indiscriminada, la ingesta masiva de alcohol, del odio al checheno civil o combatiente. Los disparos hacen saltar astillas de huesos, la sangre salpica. Todo en la prosa de Prilepin es lo que parece. Es un mundo sin piedad el del soldado, porque la piedad no está justificada en ningún caso. Cuando se detiene a un grupo de chechenos, sin razón aparente se les fusila y luego se queman sus cuerpos, estos estallan porque tenían ocultos en sus botas explosivos: así, póstumamente, se demuestra que eran insurgentes. Su muerte habría estado, por tanto, justificada.

Los rebeldes chechenos aparecen incluso más crueles que los soldados, como refleja el ataque a una unidad de rusos desmovilizados con una leve escolta y sin armas que se dirigía al aeropuerto para su repatriación. No hay piedad para nadie, pero tampoco hay reproches ni deseos de negar nada, como se hace patente con la viuda chechena, vendedora en el mercado que odia a los rusos; con las familias que se ocultan ante las redadas y registros por temor a los saqueos; con las violaciones que tienen lugar con total impunidad.

En medio del combate palpitan, a pesar de todo, los últimos restos de la condición humana, viva bajo la piel del soldado, el simple deseo de volver al hogar. De manera confusa, atropellando el discurso narrativo e interrumpiendo la sucesión caótica de las imágenes de muerte y destrucción, se abren paso de manera obsesiva, inopinada y disruptiva, las vivencias del hogar, del amor celoso hasta la obsesión enfermiza, de la infancia y del recuerdo de un padre cariñoso, aunque alcohólico.

Prilepin nos muestra buena parte de la Rusia actual, hundida hasta los cimientos, una nación que se desangra apuñalada en las entrañas en la que la única realidad tangible es la que separa la vida de la muerte, porque la guerra para Prilepin no es una tragedia de cuyas cenizas ha de brotar necesariamente la reconciliación de la raza humana como lo es para Erich María Remarque, ni tiene tampoco el carácter sublime que le confiere Ernst Jünger. Prilepin es fiel a su pueblo, la fe nacional recuerda a la mística de León Tolstoy, si bien cuando de lo que se trata es la guerra, el problema es más práctico y menos poético. Solo de sobrevivir y poder volver al hogar.

Aunque resulta clara la deuda con el realismo socialista a lo largo de toda la obra de Prilepin, en Patologías la única fidelidad debida es a la vida misma, en la guerra no hay perdón ni arrepentimiento. Solo el deseo instintivo de vivir.