Hay tantas cosas sobre las que podríamos escribir hoy, en esta mañana del final de la primavera, con todo el horizonte preparado para el verano, la estación preferida de los estudiantes. Van desapareciendo los colores de los árboles, la brisa se vuelve más cálida cada tarde, pero no importa porque lo que viene es mejor y lo que quedó atrás nos dio la vida. Podríamos escribir de la música que empieza a sonar en cuanto pensamos en alguien querido, del verso que el amigo recuerda en medio de una conversación, de la luz de una calle mojada de Ámsterdam recién salida de la bruma, de los tejados contemplados desde una buhardilla que conserva el olor de la juventud. Escribir de lo que nos mantiene con vida en medio de un mundo antipático. Y hacerlo para recordarnos que esa parte del mundo sigue intacta y a nuestra disposición.

No recuerdo haber vivido un momento como este. Quizá sea solo una sensación personal y pasajera o quizá sea verdad que nunca antes el mundo se había visto en una situación así. Ha habido épocas de grandes catástrofes o de depresión y encarnizadas luchas para salir adelante, pero sabíamos dónde estábamos, hacia dónde había que ir y cuáles eran los obstáculos. Ahora no sabemos nada de esto. Lo ignoramos todo. El enemigo es invisible. El miedo es lo único que nos mueve. Y un odio que, para no admitir que solo puede ir dirigido a nosotros mismos como creadores del mal, se convierte en resentimiento hacia los otros. Por eso derribamos estatuas.

En vísperas del desembarco de Normandía en 1945, Winston Churchill, una de las víctimas siete décadas después del furor ciego de los derribadores de estatuas, vivió sus horas más amargas como líder político. Paralizado por el miedo al fracaso, se oponía a una operación que iba a costar la vida de miles de jóvenes soldados. Todo debió ser absurdo y deprimente. Pero al menos había una certeza: el sacrificio era la única respuesta posible a las fuerzas del mal. A sus 70 años, Churchill se siente cansado de luchar, como si el mundo lo hubiera dejado de lado. Sin embargo, encontró la forma de ser útil y, como no podía ser de otra manera viniendo de él, imprescindible. «En la guerra el mundo necesita confiar y tener esperanza», dijo. A las fuerzas del mal se las derrota con la luz, no con prejuicios y bulos.

Y si hay que derribar estatuas, que sea para embellecerlas, con el espíritu soñador y la mirada cristalina de Don Quijote arremetiendo contra los molinos. Pues todos somos estatuas inacabadas.