Pasa a cada momento, con cualquier cosa. Pongamos, por ejemplo, una camiseta.

Los laboratorios de polimerización funcionan en Xinjiang veinticuatro siete. Reciben etanol, un derivado del petróleo, y producen cientos de toneladas al día de poliéster. Mientras en el campo, las cosechadoras de algodón descansan por la noche, pero al amanecer recolectan ya las primeras hileras de las plantaciones en Aral. Al final de cada hilera espera el compactador. Diez toneladas por surco, y a la moteadora.

Una empresa de transportes traslada las toneladas de ambos productos embobinados a los trenes de carga entre Xinjiang y Zhejiang, a 4000 kilómetros de distancia. Y allí, la guerra entre proveedores ha querido que sea una planta en Jiaxing la que se haga con el contrato de la tela. Dos días después, ciento veinte toneladas de la mezcla textil salen de la fábrica hasta la planta que acabará elaborando el producto final, cerca de Dakha, en Bangladesh, a casi 6000 kilómetros.

Millones de litros de agua con distintas soluciones de arsénico, cadmio y plomo, a altas temperaturas colorean la tela. Máquinas de patronaje la cortan. Y cada una de las ciento veinte costureras recibe las instrucciones de confección casi a la vez que van entrando los cubos con las piezas de tela. Tienen un minuto cincuenta segundos para: unir la parte delantera y la de atrás, poner la etiqueta del cuidado, unir las mangas, coser el dobladillo, unir el bolsillo, coser el borde del cuello, unir la tirilla, acabar el escote, poner la etiqueta de talla y echar la prenda al carro que las lleva al container de lavado. Dos operarios pasean entre las costureras para reparar sobre la marcha las pequeñas averías que se producen en las máquinas de coser. En las máquinas humanas no puede haber avería. Tres visitas al cuarto de baño en una semana equivalen al despido.

Los diez camiones que vienen de Dakha cargan los contenedores de camisetas en el Puerto de Chittagong. El buque de carga tarda 36 días en arribar al puerto de Barcelona. En seis horas, diez camiones de distintos lugares de la península trasladan los contenedores a los centros de distribución, donde los repartidores minoristas van cubriendo los encargos de cada una de las tiendas de la franquicia. Las dependientas suelen discutir con los repartidores. Su trabajo consiste en mover cajas, pero a menudo tienen que hacerlo. Al día siguiente diez de las camisetas de distintas tallas están dobladas en sus expositores de muestra. Sobre ellas, la foto de un modelo que sonríe con cara de castigador. Precio de venta al público: 5,95 euros.

Con la misma mezcla de emoción y desgana, un cliente mira la foto del modelo y piensa en sí mismo. En el probador, la camiseta no le queda muy bien, pero el color le gusta, y es que en los probadores no queda bien nada, parece que lo hicieran a posta. Se mira de perfil, mete barriga, saca bíceps. Bueno, no está mal.

En el espejo de su casa, la camiseta empeora. No le queda como al modelo, claro, y además la tela tiene un brillo que no había visto en la tienda y que no le gusta nada. Mañana la devuelvo, piensa. Pero días después, cuando se acuerda, ya no encuentra el ticket. Nunca llega a ponerse la camiseta. Cuatro meses más tarde llega el otoño. Toca cambio de armario y, con otras prendas, la camiseta acaba en una bolsa para desechar. Al contenedor de ropa, piensa. A alguien le aprovechará. Total, por seis euros. Lo que vale un cubata. O cualquier otra cosa. Nada. El planeta.