Estamos asistiendo a justificadas oleadas de indignación, extendidas por todo el mundo, que protestan por la violencia arbitraria y homicida que se ejerce demasiadas veces contra ciudadanos negros estadounidenses. En algunos casos las protestas originadas en Norteamérica han culminado con el derribo de estatuas dedicadas a personas que tuvieron diverso tipo de participación dentro de estados esclavistas. El hecho de arrancar a viva fuerza la escultura de su pedestal recrea en el tiempo real, el de los días que transcurren ante nuestros ojos, un acto mítico y fundacional que inauguró simbólicamente la independencia de los Estados Unidos, más poderoso incluso que la propia declaración formal de la misma.

Tal hecho fue el derribo de la estatua de Jorge III en 1776. La imitación y repetición de un acto semejante hoy constituye el intento de volver a hacer presente el tiempo de la independencia para llevarla a su perfecto cumplimiento pues resulta evidente, por las injusticias, humillaciones y sangre derramada, que sus metas quedaron frustradas. El acto en sí de derribar la imagen erigida en honor de alguien considerado un apóstol de la opresión tiene así algo profundamente épico y liberador.

De igual forma ocurre con la sensación de júbilo experimentada por muchas víctimas ante la voladura de esvásticas, la caída de los ídolos estalinistas, o el derribo en efigie de cierto dictador iraquí. La pasión por destruir las imágenes de la opresión refleja el deseo legítimo de reparar las injusticias de la historia.

Sin embargo, en los Estados de derecho no hay necesidad de arrancar con violencia ninguna imagen de sus pedestales pues las iniciativas populares y ciudadanas deberían garantizar a todos tanto la visibilidad proporcional en los espacios públicos, como la retirada ordenada, legal y pacífica de aquellos símbolos incompatibles con la esencia democrática de nuestras sociedades y que estén ubicados en espacios privilegiados o de especial veneración pública.

Los actos violentos e iconoclastas no pueden ser bienvenidos en el mundo que queremos para nuestros hijos, donde lamentablemente la vida pública está ya afectada por la amenaza del populismo neofascista. El vandalismo solo contribuye a degradar la bondad de una causa noble creando un espacio tenebroso en el que podría darse la mano el iconoclasta social con el iconoclasta religioso cuya obra de devastación ha dejado una cicatriz imborrable.

Populismos y fanatismos, abyectas visiones del mundo, son nuestro verdadero enemigo, la mayor amenaza en la historia de la democracia.