La estatua de Winston Churchill amaneció la semana pasada con la inscripción «was a racist» en letras negras de spray. Alguien podría pensar que fue el propio exprimer ministro británico quien aprisionó con su rodilla el cuello de George Floyd, asesinándolo delante de las cámaras de vídeo. Pero poca relación existe entre Churchill y aquel infame policía de Mineápolis, cuyo acto ya está siendo juzgado. Y, sin embargo, para muchos el vandalizado Churchill no es más que un borracho racista que hizo comentarios políticamente incorrectos contra los negros y los árabes. Se ha quedado en eso. O más bien, nos hemos quedado en eso. Este siglo XXI está lleno de universitarios que dictan justicia rápida pero que no son capaces de distinguir las circunstancias históricas ni entender, no ya las sociedades anteriores a las suyas, sino el mundo que los rodea.

A Churchill los nuevos guardianes de la moral le obligan a arrodillarse post mortem. Lo sacan de su pedestal y lo quieren convertir en un Trudeau cualquiera, que lo mismo hinca la rodilla hoy que se pintaba la cara de negro ayer, dependiendo de la fiesta y del electorado. De Churchill a George Floyd hay una distancia que no se puede medir con el tiempo. Es algo más sutil. La rabia contenida de una generación que culpa de todos sus males a la historia. Y a Trump como encarnación de ese mal. Nadie piensa que fue Estados Unidos quien, para liberar de la esclavitud a las comunidades negras, llegó al extremo de una guerra civil. Ni que Colin Powel y Condolezza Rice, ambos negros, fueron secretarios de Estado durante el Gobierno Bush, a cargo de la estrategia empleada en Afganistán e Iraq. Ni que Barak Obama fue presidente durante ocho años (en cuyo período también hubo asesinatos racistas). Hitos impensables en nuestra Europa porque el caudal de la historia ha surcado caminos diferentes. Y en esta ignorancia mayúscula, se celebra que Churchill sea derribado. Más gasolina a la hoguera de las vanidades de nuestro tiempo.

Porque a Churchill, como a Indro Montanelli, a Colón o a cualquier ser humano que haya pasado por la historia, se le censura con una miopía estúpida. Los que celebran que su estatua haya sido mancillada son hombres y mujeres con un título universitario bajo el brazo. Y a pesar de de ello desconocen que fue él uno de los liberadores de Europa. Pudo haber firmado un tratado de paz con Alemania en 1940 y desentenderse de la guerra. Dejar a Francia a la merced de las esvásticas. Pero no lo hizo. No. Fue europeo hasta la médula (mucho más que los actuales dirigente británicos) y mandó a los jóvenes ingleses a morir en Dunkerque y en las playas de Normandía, en Sicilia y en el desierto egipcio. En los campos de Flandes al igual que veinte años antes lo hicieron sus padres contra el mismo enemigo. Esos soldados que liberaron en 1945 el campo de concentración de Bergen-Belsen y que encontraron 13.000 cadáveres sin enterrar y a 60.000 prisioneros, preparados ya para ser pastos de las moscas, lo hicieron en nombre de un gobierno liderado por Winston Churchill. Él fue uno de los que impidió el exterminio total de los judíos europeos.

Imagino cómo pudieron desarrollarse todas esas escenas. Una Europa devastada por el racismo, a merced de la esquizofrenia y la cobardía. Simultáneamente llegan a mis ojos la secuencia de la estatua de Churchill pintarrajeada, con la etiqueta de 'racista' escrita en letras negras. Y pienso que esta sociedad infantil y descafeinada, educada década tras década en la dulcificación de la realidad, en las máscaras de los falsos ídolos del progreso, esta sociedad que no distingue la historia del presente, necesitada de llamar la atención y de emocionarse cada noche en un reality show de cantantes adolescentes, pienso, a riesgo de molestar la sensibilidad de varios colectivos, que se ha vuelto estúpida.

En España hemos visto a los concursantes de Operación Triunfo arrodillarse por el racismo congénito que todos supuestamente cargamos a nuestras espaldas, pero se ha pasado de puntillas por el drama nacional de los 45.000 muertos que arrastra la pandemia. Y si miramos al Congreso la situación continúa el camino del esperpento. A algunos parece dolerles más el salvaje esclavismo de las Trece Colonias que los centenares de muertos que manchan la imagen de modernidad del País Vasco. Hablo de ETA, claro. Y esos muertos lo son no por causa celestial, sino por tener un pasaporte español. Racismo a fin de cuentas. Por eso es grotesco descubrir a Bildu arrodillándose y protestando en la Cámara contra el racismo en el mundo. Barrer la casa propia antes de manchar la ajena debería ser una obligación en una democracia seria. Pero a Bildu en lugar de escobas se le da reformas laborales.

Durante la Edad Media, la Iglesia prohibía leer El Decamerón. Ahora los guardianes de la moral censuran Lo que el viento se llevó, borran a Plácido Domingo de las salas de conciertos y desaconsejan a Quevedo por autor machista. Imagínense lo que harán si se les ocurriese leer La Ilíada y descubriesen que Occidente echó a andar por una mujer raptada. O que el Lazarillo se asustaba de su padrastro negro porque lo confundía con el coco. El autor del clásico castellano no pudo estampar su nombre junto al título por miedo a los tiempos, pero no estoy muy seguro de que hoy en día, con nuestro progreso y nuestros selfies de barricadas, lo hubiese podido hacer. Eso ya es lo de menos. Lo peor de nuestro hoy es que la mayoría de los jóvenes han debido buscar en Wikipedia quién fue Churchill y quién fue Hitler. Y algunos ya han llegado a diputados.