Hasta que deja de serlo. Y confieso que me estoy cansando de formar parte de ese mundo que considera a la persona buena por naturaleza. De seguidor de Juan Jacobo Rousseau me falta un tris para pasar al club de Tomás Hobbes. Esto es, del Emilio o de la educación estoy a punto de profesar la fe de quien consideraba al ser humano como un verdadero depredador, de un lobo para el hombre, y cuya única forma de salir de ese estado primitivo residía en la construcción de un Estado nacional, con un poder político centralizado, de corte absolutista y monárquico, que permitiera al hombre agruparse para sobrevivir. Pasaría de ese estilo de vida salvaje a uno de orden y moral, superior y civilizado.

Alguien podría espetarme aquello de ¿ahora te das cuenta de eso, cuando ya eres carlanco, Pedrito José? Y a mí no me quedaría más remedio que contestar que sí, que llevo más de media vida intentando practicar la bonhomía, cualidad que lleva asociada la bondad a la ingenuidad. Esto es, partir de la base de que el hombre, de que la mujer, de que los muchachos y muchachas, y también las personas mayores, son buenas por naturaleza. Y que son las circunstancias las que provocan que surja esa pizca de egoísmo, mala leche, colmillo retorcido o mala follá, según se mire, para que salga de su letargo ese bicho oculto en forma de alienígena que, al parecer, todos llevamos dentro.

El año 1982, el de la mayoría absoluta de Felipe González, en el que acabé el COU y me marché a estudiar a Madrid, el director de cine y humorista gráfico Manuel Summers estrenaba una película que abría el tarro de las taquillas con el uso de la cámara oculta para que nos riésemos con las bromas rodadas en plena calle. Se trataba de To er mundo é güeno, al que le siguieron To er mundo é mejor y To er mundo é demasiado. Películas sin argumentos pero que jugaban con la bondad, la ingenuidad o la confianza que tenemos una buena parte de los mortales a la hora de sufrir engaños y reacciones que provocan la risa del espectador. Aunque en ocasiones haya sucumbido ante esas escenas, confieso que nunca me han gustado este tipo de situaciones, objeto de infinidad de programas televisivos para rellenar las parrillas, como hizo La 7 en su primera etapa, la del boom, las del negocio a espuertas, cuando nos creímos en esta Región que éramos ricos.

Esa bondad, ingenuidad y confianza es la que he mamado de mis padres, sí, de ellos, y de personas significativas que se han cruzado a lo largo de la vida. Aderezado de una moral cristiana que, en ocasiones, he tratado de llevar hasta las últimas consecuencias. Incluso cuando he creído que algunos especímenes tenían el poder de hacerme daño y he puesto la otra mejilla. De ahí que a veces me sienta como los pececillos encerrados en un pequeño envase que ilustran estas letras.

Esos tres pilares los he llevado a la práctica incluso en el mundo de la política, en la que siempre he creído, al igual de que quien se dedica a ella posee de un plus de ejemplaridad y compromiso por encima del resto del vulgo. Y, por supuesto, de las siglas que defienden. Por eso nunca me ha gustado eso de ser sectario, de caer en el error del o estás conmigo o estás contra mí. Porque la experiencia me ha demostrado que la gente cafre (o enferma, según se mire) la hay en cualquier partido, organización o colectivo. Que presumir de una sigla no exime del nivel de calidad humana. Como tampoco ejercer una jefatura o un cargo directivo en una empresa o administración pública, ya sea con galones o sin ellos, ganados a golpe de soberbia o chulería, normalmente siendo fuerte y tirano con los débiles y sumiso con el poderoso.

Pues como ven, ha llegado el momento de dar un paso adelante. Ya está bien de ser el yerno que toda suegra sueña para la niña de sus ojos, el amigo perfecto que todo padre y madre quiere para sus hijos, el empleado sumiso que el jefe más pintado desea, el consumidor compulsivo que todo mercado ansía, el elector o afiliado dócil que todo aparato de partido ambiciona para perpetuar el statu quo, el ciudadano obediente que todo gobernante aspira dominar. Ya vale, ¿verdad? Porque solo se trata de ser uno mismo. Una misma. Temblad, temblad.