Yo, como tantos otros de mi generación, he sido juancarlista, es decir, partidario de Juan Carlos I. Hablar aquí de que nosotros, los que habíamos vivido nuestra infancia y parte de nuestra juventud en el franquismo, nos sentíamos monárquicos es una tontería, porque, quitando a media docena de señores y señoras que fluctuaban alrededor de un conocido diario madrileño, algunos de los cuales solían ir a Portugal de vez en cuando a ver a don Juan, el padre del rey emérito, aquí nadie era monárquico, y menos la progresía, entre los que me incluía por aquellos tiempos, que veía en aquel príncipe de España, tan cercano a Franco, a una especie de fantoche que iba y venía al lado del viejo dictador.

Pero, cuando, ya Juan Carlos convertido en rey, vimos que sus planes eran democratizar España, y que los llevaba a cabo, y que toreaba a toda aquella gente de las Cortes franquistas animándolas a que se hicieran el harakiri, nuestra opinión sobre él cambió de inmediato. Pero, es más: cuando comenzamos a observar que en sus viajes al extranjero y en el trato con dignatarios de toda procedencia España ganaba puntos por doquier gracias a la magnífica representación de la Jefatura del Estado que Juan Carlos I, acompañado de la reina Sofía, ejercían siempre, una especie de orgullo español renació en nuestros cerebros.

Recuerdo una ocasión, en París, hablando con unos franceses, me comentaron que nos tenían envidia por cómo 'vestían' el cargo nuestros reyes. «Cuando veo a nuestro presidente, zafio como pocos, acompañado de la mujer, que sabe que el presidente tiene una querida y una hija con otra, y a toda su parentela, nos acordamos de lo bien que ejerce su misión representativa vuestro Jefe del Estado. Qué diferencia».

En varias ocasiones pude estar cerca del Rey, incluso una vez en Cartagena fui presentado y cambié unas cuantas frases con él. Me pareció lo que a todos les parecía: un hombre con mucha personalidad, con un algo especial que te hacía sentirte a ti muy bien por estar cerca, por poder hablar con él, que no era moco de pavo que Juan Carlos I te llamara por tu apellido, que solo había oído una vez cuando me habían presentado. Incluso cuando soltó un 'coño' por algo de lo que estábamos hablando, que lo soltó, me pareció que era una gran cosa que él, precisamente él, dijese 'coño,' como yo, un pobre pintor de pueblo.

Y ya lo definitivo fue cuando vimos su actuación el 23F. Solo los que vivimos ese día ya como adultos sabemos lo que sentimos al ver que nuestra libertad estaba otra vez en manos de unos militares rebeldes, como antaño. Y entonces apareció él en la tele, y se acabó la película de miedo que habían montado aquellos insurrectos. En aquel momento fuimos más juancarlistas que nunca. A lo largo de todo este tiempo iban surgiendo políticos buenos y políticos malos, algunos incluso ladrones de dineros, y nuestra consideración sobre ellos tuvo que ser dirigida hacia algunos, expurgando de aquí y de allá, porque el colectivo así en conjunto era poco de fiar, incluso el colectivo de la familia real pasó también a desfondar a la gente, pero ahí estaba Juan Carlos I marcando la diferencia.

Hasta que hemos llegado a lo que hemos llegado. La cosa ya se puso mal cuando lo de los elefantes o lo de darse vueltas por el mundo y por España con la querida esa. Y ya el desastre total ha venido con lo de las comisiones del AVE de sus amigos árabes, los regalos de millones de euros a la amante, y la porquería que lo ha cubierto desde la cabeza hasta los pies. Qué manera, oiga, de convertir a aquel personaje que nos creamos tantos españoles mirándolo a él, en uno como los demás, como esos que fueron poderosos y que ahora se ven en la cárcel, cuando salen al patio, o en las duchas.

Y qué cabronada le ha clavado, como un puñal, a Felipe VI, quien claramente estaba intentando hacerlo bien, y quizás consiguiéndolo.