Cuando el 11 de septiembre de 2001 vimos por televisión las imágenes del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, fue unánime el comentario sobre nuestra incredulidad primera, dado que las escenas parecían pura ficción cinematográfica, puro espectáculo. Incluso se observó que, de haberse tratado de una película, los espectadores habrían tenido serias dudas sobre su verosimilitud. ¿Un atentado en el corazón de Norteamérica? ¿planeado por el terrorismo islámico? Anda ya.

Sin embargo, era cierto, y el atentado se convirtió para los analistas en la verdadera entrada en el siglo XXI, un siglo que viene marcado por la progresiva y constante confusión entre realidad y ficción. La posverdad, que la RAE define como «distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales», se ha adueñado de la escena, y digo la escena porque el mundo entero se ha convertido en plató. Ya ni siquiera se puede diferenciar entre opiniones científicas, fundadas en evidencias (en lo que se sabe del tema en un momento histórico determinado), y opiniones infundadas, interesadas y/o manipuladas. A través de nuestros móviles asistimos con regularidad a la difusión de noticias con apariencia de verdad que son desmentidas poco después por otras nuevas noticias. Las redes sociales difunden sin discriminar vídeos falsos, noticias de hace años que se confunden con la realidad más actual, que la suplantan, incluso.

El siglo XXI es el siglo de la ficción. Narraciones de la más diversa índole proliferan y conviven entre sí sin que ninguna de ellas parezca diferenciarse de las otras por su capacidad explicativa. Inmersos en este maremágnum, hasta la crisis del Covid-19 ha tenido sus narraciones mentirosas e interesadas, como la famosa gripinga de Bolsonaro. Esta progresiva democratización y proliferación de las fuentes de información ha traído consigo consecuencias inimaginables. Por una parte, como demuestra la difusión del vídeo del asesinato de Georges Floyd a manos de la policía de Minneapolis, o el inicio de la primavera árabe, permite que la voz de quienes no son oídos se eleve como nunca antes pudo hacerlo; por otra, la homogenización de esas voces hace que teorías excéntricas e indemostrables, como la de los tierraplanistas, por poner solo un ejemplo, compartan espacio con las que tienen garantías de verdad (al menos las garantías de verdad que el conocimiento actual permite que tengamos).

La crisis de autoridad es total, y el imaginario colectivo está poblado de todo tipo de seres, algunos auténticamente monstruosos. Sumado a lo anterior, la tendencia a buscar informaciones que refuercen nuestras propias ideas, el llamado sesgo de confirmación, hace el resto. Unas ideas, por otra parte, construidas la mayor parte de las veces en base a convicciones afectivas y emocionales, más que a rigurosos procesos cognitivo-intelectuales fruto de informaciones contrastadas. La desautorización de parte de Donald Trump de sus expertos, su atrevimiento a la hora de recomendar la lejía para atacar el virus, no es sino un grotesco y peligroso ejemplo de lo anterior.

Este totum revolutum, este revoltijo, en román paladino, contribuye a que una parte importante de la población no siga las recomendaciones de la autoridad científica, de los expertos, de aquellos que adquieren su conocimiento en base al método científico y racional y no a las emociones, insistimos; dado que esa autoridad es cuestionada por cualquiera, y dado que ese cuestionamiento puede difundirse y encontrar creyentes a lo largo y ancho del planeta.

Lo que hemos expuesto hasta aquí contribuye, entre otros factores, a una regresión masiva a un tipo de pensamiento mágico infantil cuyas características son típicas de los cuentos de hadas: la división maniqueísta del mundo en buenos y malos, blanco o negro, sin más tonalidades cromáticas, que tiende a buscar culpables para huir de la incertidumbre y la vulnerabilidad, y convierte la complejidad del mundo en un escenario simplista, animado por eslóganes como que el virus lo han fabricado los chinos; que el Gobierno actúa de forma voluntariamente oscura, o que sabían que esto era peligroso y, aún así, se permitieron las manifestaciones del 8 de Marzo.

Por otra parte, ese mismo pensamiento mágico tiende a pensar que todo se superará porque la tecnología (una vacuna) descubrirá la pronta solución a lo que nos pasa. Los mismos que no creen en la autoridad esperan que una mente sabia y poderosa les salve del desaguisado, tanto del coronavirus como del calentamiento global, en el que, por cierto, apenas creen. Pero esta contradicción no es tal para ellos, puesto que ambas ficciones pueden convivir sin encontrarse: así de irracional es la forma de funcionamiento del cerebro cuando no ha aprendido a pensar.

En definitiva, volveremos a la misma normalidad de siempre, y no será nueva. Las imágenes de las mascarillas y los guantes por el suelo, de las terrazas de las calles de París repletas de consumidores sin respetar la distancia de seguridad, de los botellones de los jóvenes, de las imprudencias de tantos, son el dato que demuestra nuestra incorregible falta de racionalidad.

Y si no, díganme cómo se explica que la misma región que ha visto agonizar el mar de su infancia durante un nefasto verano, vote ese mismo otoño a Vox, cuya receta para salir de la crisis es desproteger el medioambiente. En un comunicado que difundió este mismo periódico, el partido afirma que se trata de «una especie de alerta anticapitalista diseñada por el progresismo mundialista y la extrema izquierda». No importa que miles de científicos de todo el mundo adviertan de lo que se nos avecina, del sufrimiento humano que comportará el aumento de tan solo dos grados de la temperatura del planeta. Dos grados que en el Mediterráneo pueden alcanzar los cuatro grados. Para estos niños que juegan a inventar mentiras, la crisis medioambiental es también una invención de sus malos particulares.

Pues eso, que no tenemos solución.