Su hija había recibido los seiscientos euros de desempleo, aunque apenas si encadenaba algunas horas al mes como camarera. De las que, como parece tradición, sólo le cotizaban y pagaban la mitad.

Su mujer era autónoma, visitadora médica que, por razones obvias, había visto reducidos sus ingresos pues el personal sanitario no estaban para abrir más puertas que las de la esperanza en el combate contra el coronavirus. Hace unos días recibió una compensación por las perdidas tras haber solicitado, asimismo, el aplazamiento de la cuota.

Él, por su parte, no se podía quejar. Sabía que el Expediente de Regulación Temporal de Empleo, ERTE, era, como su propio nombre indica, coyuntural y muy pronto volvería a la normalidad. Bien es verdad que aún no había recibido el dinero tras el descontrol en la gestión de los fondos y, por otra parte, su empresa había decidido, en lo posible, prolongar el letargo a la vista de que igual obtenía más ingresos a la sombra que con la persiana en alto.

Su jefe había aprovechado la coyuntura también para solicitar un préstamo, atendiendo a la liquidez que ofrecía el sistema para impulsar la digitalización.

No era científico ni economista, pero coincidía con ellos en que desconoce cómo evolucionará la enfermedad y la bolsa de la compra. No sabe de recuperaciones en U ni en V ni, por supuesto, W.

Pero sí tenía memoria para recordar cómo en la anterior crisis lo importante no era salvar a las personas sino a los bancos. ¿Cómo vas a dejar caer a los bancos? le espechaban los más eruditos.

Años después, respiró, al parecer claro que el Estado de Bienestar, que no la banca, es la columna vertebral con, incluso, votando todos los grupos políticos democráticos a favor del ingreso mínimo de inserción.

Recordó a las víctimas y lamentó que igual muchas de ellas se hubieran salvado de haber tenido claro la prioridad, que era cerrar, que no agrandar, brechas tanto en la economía como en la salud.