El tiempo es la arena que sepulta lo que fuimos hasta enterrar completamente lo que seamos. Ítaca es una quimera, sólo el viaje es real.

Tantos días de clausura no suman una masa de horas opacas, estancadas, con que velar la desnudez del mundo, el desamparo, el miedo o simplemente el tedio. Forman parte del viaje.

El color gris de los días angostos de sumisión e inquietud cede a tibios relieves de vida. De la ciudad adormecida comienzan a emerger ecos y temperamentos, la tarde convoca a endebles grupos que desafían la norma social en trance de una escuálida devoción, para afirmarse en el mismo vicio sonámbulo o abrazar una opinión unánime, pero la verdad que debieran rendir estas horas marchitas no viene de fuera, de las ascuas o la herrumbre de los hechos que sacudieran al mundo, no se pudre bajo los peces abandonados entre las redes extendidas en el puerto, acosado por la noche como un enfermo por sus cólicos o sus nostalgias.

El movimiento circular del éter delata al eterno aspirante a la divinidad, el viaje incesante hacia sí mismo de lo que no tiene reposo en su propio ser por déficit genético de identidad, socavada siempre por trazas de extrañeza de sí, pero en esa congénita potencia están cifradas todas las posibilidades de realización del viajero, amenazado siempre por el naufragio.

Si algo podríamos concluir de esas horas ocres que empañan una endémica vocación de inmanencia, es que ahí fuera, en las calles veneradas que obsesivamente ansían algunos, en los escenarios virtuales que a tantos abducen, abortando vivencias o complicidades, en las conversaciones frustradas con amigos que anhelamos, fluyen torpes ensayos de verdad, signos espurios dotados de una cualidad viral o un vigor mutante que no nos sacian porque obstruyen algo más nítido que el rigor demandado a los datos o la certeza reclamada a las voces a las que acudimos, en éxodo reverente de idólatras, y siempre dejan cierto sabor a ceniza.

La verdad yace embozada en lo más íntimo, reprimida por el ruido que dejan los nombres con que tratamos de apresarla o las hipótesis vacías conjuradas contra su fragilidad, ahogada bajo máscaras y formas. Vislumbramos una sustancia inmóvil en algunas ideas que devoran el insomnio con la voracidad de un tumor, sin sospechar que esa quietud oculte un movimiento más turbulento o sea el último velo que cubre el abismo. Nos aferramos a una constante promesa de verdad que venga de fuera y arroje luz sobre lo que somos o seremos, una verdad exterior que nos rescate de nuestra propia desidia y alivie la vigilia silenciosa en que escarbar, tropezando con residuos sombríos del espíritu que se funden y adoptan figuras monstruosas surgidas de sueños deformes, ajenas a lo moral o lo inmoral, para dibujar una lívida criatura flotando sobre las frías aguas del subsuelo cuando pasamos ante ellas.

Quizá la verdad sea ese abismo de gravedad tan oscura e insomne que todo lo absorbe, aplastando vísperas y huídas, imposible de remontar una vez rebasado su horizonte de influjo. Así que, para un viajero, la verdad sólo puede insinuarse asíntota remota que rige sus escalas, preludios de ese hallazgo siempre por alumbrar estimulante del viaje en progreso indefinido hacia un fundamento neto, sin solución de contacto. Menos aún de posesión. Un solo conocimiento cerrado sobre sí, una sola verdad acabada, sería letal, bastaría para el letargo o la extática contemplación, ya no conocimiento. De haber alcanzado verdades definitivas en las que ilusoriamente se complace el hombre actual, no habría aguas que borrasen su inmortalidad, tan absorto en alguna clase de luz interior que las aves podrían anidar en su pecho (la condena borgiana).

Sólo vestigios de verdad rasgan la tiniebla, guiando nuestros tímidos pasos hacia la utopía. La hybris de una ciencia o una tecnología con las que nos arrogamos la potestad de dominar, exorcizados tantos fantasmas que asolaron el pasado, nos hace olvidar a menudo nuestra precaria condición de viajeros, revelando una primordial debilidad. Y una razón que ha mostrado su flaqueza, deshaciéndose de la fatua presunción de poder, es una razón fortalecida. Una razón humilde, no soberbia ni alienada, que escruta y se asombra sin pudor, sin creerse depositaria de verdades esenciales ni dueña de nada, ni siquiera de su propio destino natural, a merced de avatares imprevistos en el viaje, es una razón más nítida. Un pequeño golpe de la naturaleza refuta el espejismo con miles de cadáveres que pesan tanto en el curso natural como el hambre en las horas ciegas de los peces que quedaron atrapados en las redes y aguardan sus exequias.

Nunca seremos dioses, nuestra identidad es borrosa, y la razón la esclarece, desvelando la vulnerable posición del perpetuo viajero al que no le ha sido concedido el reposo en su mismo ser, la virtud de residir en plenitud en sí mismo, sólo la cualidad de buscarse en la incierta pasión del viaje.