Creo que ya nadie puede poner en duda que vivimos en un mundo distópico, pero incluso en esta categoría hay niveles. Una cima distópica de esta pandemia la podemos encontrar en el centenar de bebés fruto de vientres de alquiler, almacenados en un hotel de Ucrania que quedaron a la espera de que remitiera la pandemia y sus padres adoptivos, que compraron el vientre de su madre biológica, fueran a recogerlos. Semejante espanto es difícil de asimilar: una entrega que se demora por circunstancias ajenas a las partes contratantes y con el resultado de cien recién nacidos atrapados en el limbo, hijos de nadie hasta que la transacción sea completada, carentes de todo vínculo emocional, planetariamente solos, almacenados en un hotel. Material con entrega diferida debido al coronavirus. Esto es lo que sucede cuando el ser humano es reducido a mera mercancía.

Ucrania se ha convertido en uno de los destinos favoritos en Europa para quienes aspiran a satisfacer el deseo de proyectar al futuro su carga genética (recordemos que para ser padres existe la alternativa de adoptar). No es casualidad: Ucrania es el país más pobre de la Unión Europea, con un tercio de su población por debajo del umbral de la pobreza. Quienes defienden esta práctica siempre argumentan que las mujeres se prestan a ello de modo altruista: cómo es posible que sólo a las mujeres pobres, a las más vulnerables, les dé por el altruismo (y cómo es posible que alguien pueda creerse esto). Las que no tienen nada entregando, por pura generosidad, su capacidad reproductiva que es, junto con la sexual, lo único que pueden ofrecer. El anterior sería el argumento buenista. En el argumento cínico se dice, como justificación, que es mejor alquilar el vientre que malvivir en la miseria. Pero resulta indecente e inhumano pretender justificar una práctica que consiste en recortar a las mujeres hasta dejarlas reducidas a un mero aparato reproductor.

Los bebés, varados en un hotel de Kiev hasta que sus surropapis puedan recogerlos, han nacido mediante gestación subrogada en una clínica llamada BIO Texcom, empresa que tiene en este momento su tutela y que es la más poderosa de este sector en Ucrania. Con ese nombre lo mismo podían vender uniformes de trabajo que teléfonos móviles, pero no: cultivan recién nacidos en incubadoras humanas y luego los venden. La materia prima es la mujer, el producto es el bebé: una línea de producción muy rentable en que la mujer que se expone a esta práctica por pura falta de recursos, arriesgándose física y psicológicamente, no percibe en el mejor de los casos, ni un 5% del importe total de la transacción; el resto es beneficio para la empresa. Pocos negocios debe haber más rentables. La imagen que se aporta es reveladora de lo que al final no es más que fordismo aplicado a la reproducción humana, el capitalismo colonizando hasta lo más esencial.

Veinte de esos niños habían sido encargados por parejas españolas. Lo hicieron a pesar de que el ministerio de Asuntos Exteriores desaconsejaba explícitamente acudir a Ucrania por falta de seguridad jurídica y sospechas de mala praxis médica. Ahora esas familias se quejan de que «los derechos del niño están en grave peligro» y que los bebés quedan «expuestos a la negligencia y al sufrimiento». ¿No lo habían pensado antes? Utilizan a los niños como escudos para justificar la ilegalidad que han cometido puesto que en España esta práctica, afortunadamente, está prohibida. En la mezcla de deseo y poder adquisitivo no parece haber límites y en estos casos la legalidad suele ser un estorbo, no un impedimento.

Esto lo hemos sabido, podemos imaginar lo que no sabemos, qué extrañas formas adquirirá el hecho de que los recién nacidos sean tratados como objetos de compraventa, por mucho que a esta transacción se le apliquen, para ocultar su naturaleza económica, eufemismos como maternidad subrogada o gestación sustituta. Un ejemplo extremo del horror que esto supone es el caso de Iryna, una madre de alquiler que fue hallada desangrada en un pequeño hotel, con un bebé muerto en la habitación y el otro (ya que había dos cordones) desaparecido. Esta práctica atenta contra elementos esenciales que nos constituyen como seres humanos. Las mujeres son consideradas únicamente en función de su potencial extraíble: se consume lo que se puede aprovechar, el resto es material desechable; los recién nacidos son reducidos al producto de un deseo que se puede satisfacer crematísticamente.

La mercantilización de la capacidad reproductiva de las mujeres es la última conquista del capitalismo.